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Relatos

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Introducción

  • Esta página reúne algunos de mis relatos, a modo divulgativo.
  • Mi prosa puede ser romántica y onírica, kafkiana y descarnada.
  • El relato es mi modo de expresar el mundo que veo.
  • Os ofrezco algunos de mis relatos, en texto y posteriormente en vídeo, recitados por mí.
  • A través del botón «Recitando», del menú superior de la página, accederéis a otros vídeos.
  • Podéis disfrutar del modo «pantalla completa».

Índice

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1-La Fiesta

La refrita fiesta se alargaba, gomosa, dulce, amarillas las luces. La música asfixiaba mil y una palabras y la gente lo apretujaba, amenazando derramar a cada segundo el licor que se zarandeaba por su copa. Todo apuntaba a que en los próximos minutos se dedicaría a sorber su dulce contenido, observando los movimientos de aquellos alrededor. Todo apuntaba, ciertamente, de no ser porque un irremediable impulso le obligó a girarse:

—Quiero bailar. Enséñame a bailar... —dijo él. Ella tomó su mano, y en tan sólo un instante relegó tan extraño y desconocido impulso: bailar, odiando el baile.

—Entrégate —instruía ella. Y él se dejó llevar.

Transcurrieron algunas melodías, las suficientes como para abrir un círculo alrededor. Fue entonces cuando él sintió que había nacido para bailar. Había nacido para bailar aquella noche, entre los brazos de una desconocida.

Rafael Moriel recita junto a Gema
(1-11-2011)

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2-Tristeza Paseando por la Playa

Del libro «Relatos Para la Imaginación», de Rafael Moriel.

Jamás prives a alguien de la esperanza.
Puede ser lo único que le quede.

La tristeza caminaba por el paseo de la playa, lentamente. Vestía un traje color crema que la cubría por completo, y sobre su cabeza descansaba una elegante pamela de la que prendía una larga cinta brillante, agitada por la brisa proveniente del océano.

La tristeza caminaba afligida y torpe, portando una bolsa repleta de obsequios para todas las gentes apenadas que hallara a su paso. Se movía a duras penas y las gentes se apartaban al verla, girándose y retorciendo sus rostros por desconocer qué hacer con ella, negándola ante los ojos de los hombres y mujeres de la playa, y también los niños y las niñas, que a cada momento aprendían algo nuevo.

En la «tele» retransmitían el fútbol y en las servilletas de los hoteles figuraba impreso: «Muchas gracias por su visita».

De veras que la tristeza era tan hermosa y enigmática… notablemente alta y de esbelta figura, aunque nunca sublime, pues ella siempre fue un rostro entre el montón. Con aquella pamela ligeramente ladeada y una cinta de raso meciéndose al viento, hermosa aunque lenta y torpe, exhalando un suspiro en cada paso inseguro y extraviado, camino de un lejano destino.

Así caminaba la tristeza, mientras cada uno de nosotros, que nos habíamos desplazado hasta aquella playa para disfrutar de nuestras vacaciones, la evitábamos como si se tratase de una emanación pestilente, detestándola y aborreciéndola, ignorando cómo darle un poco de cariño.

Una majestuosa cometa con manos de muchacho sesgaba el aire del cielo. En cada chiringuito de la playa había refrescos y un barril de cerveza junto a unas mesas de plástico con sillas blancas, aperitivos variados y vasos y tazas, también blancas, más un pedazo de sombra con servilletas impresas y unos cubitos de hielo que más tarde serían sólo agua.

Desde el mismo cielo, el sol calentaba hectáreas de pieles con sangre de mil y una razas entremezcladas en diversas lenguas y dialectos de acento, y había tumbadas sobre la arena de azúcar, decenas de revoluciones en estado de pausa: mil contiendas yuxtapuestas por una necesidad mutua de descanso. En cada edificio, sobre un ávido luminoso, en lo más alto y soberbio de cada puerta, en ataviadas mayúsculas de vivos fluorescentes, figuraba impreso: «Ama lo que el pueblo ama, odia lo que el pueblo odia».

La tristeza tropezó con uno de los adoquines del paseo. Se tambaleó, bamboleándose con la tímida gracia del poco orgullo que le quedaba, y cuando parecía recuperar su equilibrio, un caballero de bigotes alzó su voz en el más grave de los tonos, para increparla y maldecirla. Todos nos detuvimos entonces. La tristeza era hermosa, pero ansiábamos cortarle las alas. Una gruesa señora la empujó hasta derribarla, para continuar humillándola. Entonces, la bolsa con regalos que portaba la tristeza se desprendió de su mano y diversos paquetes se desparramaron sobre el pavimento.

La tristeza cayó de rodillas, cabizbaja y más triste que nunca, pues sus alas eran recortadas por los hombres y mujeres de la playa. Permaneció un instante inerte, con su pamela color crema ocultándole el rostro y la cinta ondeando al viento, con sus manos rozando el suelo. Un tipo la abordó por detrás, arrancándole un trozo del vestido, cuyos jirones fueron apareciendo uno tras otro a medida que la acosaban, desgarrándola.

La gente correteaba a su alrededor, hasta que alguien más atrevido que el resto, le arrancó la pamela de un manotazo. Fue entonces cuando alzó su mirada. Yo me había acercado hasta allí, atraído por la curiosidad, cuando vi su cara. Ella, la tristeza, tenía mi rostro.

Y ahora, en la noche, intento descansar pero no puedo conciliar el sueño. La duda me atormenta: ¿su rostro, mi rostro, era idéntico al del resto? ¿Vieron todos los hombres y mujeres de la playa su semblante reflejado en la tristeza? Pero todos salimos corriendo de allí, camino de nuestra habitación, en dirección al hotel. Además, nadie quiere hablar acerca de lo ocurrido y todos hemos permanecido encerrados en nuestra habitación durante el resto del día, recapacitando, sin mediar palabra.

Rafael Moriel recita con Say Chin Yeoh (piano)
(26-11-2004)

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3-Mi Bello Canario

Del libro «Accidente en la Fábrica de Chorizos», de Rafael Moriel.

Fumaba en la terraza y ya era de noche. Había estado todo el día estudiando para los exámenes y me apeteció echar un cigarrillo al aire libre. Entonces y entre la oscuridad, un aleteo llamó mi atención. Se trataba de algo pequeño y rápido que revoloteaba, procedente de algunos pisos más arriba.

Quedé inmóvil al comprobar que se trataba de un pajarillo, de color blanco a primera vista. Su revoloteo cesó al posarse en el saliente de la terraza, más allá de la barandilla. Me moví tan lentamente como pude, acercándome. Me miraba. Entonces abrí mis manos, y lo atrapé. Esperaba que hubiese echado a volar, o al menos que se resistiera al atraparlo. Pero no fue así. Pude sentir su caliente cuerpecillo como algo sensible y delicado entre mis manos.

Entré en la cocina y me puse manos a la obra. No tenía jaula. Estuve discurriendo cómo improvisar algo, y allí estaba la cesta de las patatas, metálica y enrejada. Mantuve al pájaro atrapado con una mano y volqué la cesta con las patatas, propinándole un par de golpes para desprender la suciedad, depositándola invertida sobre el suelo: cuatro paredes y un techo, con barrotes y todo. Sin embargo, aquel pajarillo, un hermoso canario, elegante y alargado, era demasiado delgado en comparación con el espacio libre entre los barrotes.

Corrí hasta el salón. En el primer cajón del mueble chino siempre estuvo la caja de puros que mi tío Domingo, el marinero, nos trajo de uno de sus viajes. La abrí con una mano y volteé los puros, introduciendo al pajarillo. Regresé a la cocina y recubrí toda la cesta con papel de periódico agujereado. Me hice con un par de tapas de botes de conserva y las introduje, con agua y migas de pan, bajo la cesta empapelada. La jaula estaba lista y la cena servida. Sólo faltaba el canario.

Abrí la caja de los puros, introduciendo mi mano en ella. Ni se movió. Arrinconado, se había cagado y me observaba, con los ojos abiertos todo lo más que podía. Sentí compasión de él. Tapé con mi mano la boca de la caja, dejando entre mis dedos el espacio suficiente para observarlo con detalle. Los pájaros son muy rápidos y aunque buscara un hueco por el que escapar, no le daría esa oportunidad. Nos observamos largo rato. Su plumaje era de un hermoso amarillo claro, tornando grisáceo y blanquecino en los extremos de sus alas.

Lo atrapé sin que opusiera resistencia. Levanté la cesta y lo introduje por debajo de ésta, depositándolo sobre el suelo. Cené en la cocina, a su lado. No hizo el más mínimo ruido.

Fregué mi plato y cerré los libros. Acostumbraba a guardarlos uno o dos días antes del examen, y decidí no preocuparme más por los detalles de las lecciones. El trabajo ya estaba hecho y otro día de estudio sólo aumentaría mi inseguridad. Ahora tenía un pasatiempo para olvidar mis exámenes.

Me arrodillé y levanté suavemente la cesta. Permanecía inmóvil, mirándome. Introduje mi mano. Se dejó atrapar. Lo extraje con delicadeza, sintiendo los pálpitos de su corazón. Tenía los ojos enrojecidos y permanecía con su pico abierto, jadeando. Entonces me di cuenta de que la tinta de los papeles de periódico le irritaba. Parecía muy asustado y se había cagado varias veces.

Lo deposité en el suelo. La cocina no tenía demasiados escondrijos y dejarlo libre en aquellas condiciones no parecía arriesgado; estaba asustado y abatido y supuse que no volaría. Lo toqué con el dedo, empujándolo varias veces para comprobar su reacción. Ni se movió. Sólo jadeaba y observaba.

Arranqué todo el papel de la cesta, descartándola. Lo introduje en la caja de los puros. Unas cuantas cagadas más no importaban. Me fui a la cama.

Al día siguiente, a las diez de la mañana, ya tenía una jaula y dos cajas de alpiste. Cogí el taladro e instalé dos escarpias en la terraza. Colgué la jaula, con su canario dentro, y me pareció que se sentía alegre en su nuevo hogar. Saltaba de un palo a otro, se bajó a comer y a beber y di por seguro que a partir de entonces permanecería conmigo.

A eso del mediodía, sonó el timbre. Era un vecino que me preguntó sobre un pájaro que se le había escapado. Le dije que no sabía nada al respecto. Cerré la puerta y sonreí.

Mi examen no pudo ir mejor. De regreso a casa, lo primero que hice fue saludar a Pelucho. Mis regresos de las clases eran mucho más esperanzadores, con aquella mascota esperándome.

Cada mañana, antes de las clases, colgaba su jaula en la terraza. A mi regreso, en la tarde noche, la descolgaba y la metía en la cocina, junto al radiador. Entonces recogía su cabeza entre las plumas y dormía apoyado sobre una pata. Limpiaba su jaula a diario y rellenaba sus recipientes con agua y alpiste. Pero Pelucho no cantaba. Solía sacarlo de la jaula para jugar con él. Sin embargo, apenas se movía y no piaba; ni siquiera hacía intentos por retomar el vuelo. Al principio imaginé que era debido a su nueva situación, pero con el paso del tiempo terminé por asimilarlo.

A mediados del otoño observé que Pelucho se deterioraba. Poco tenía que ver con aquel hermoso ejemplar que una noche de verano volara hasta mi terraza. Sus plumas estaban desordenadas y sucias y su cola recortada. Se había quedado completamente calvo y el veterinario me recetó unas gotas que mezclaba con el agua. Me dijo que debía alejarlo del radiador, y que no cantaba porque era hembra. Pelucho no cantaría jamás, y ni siquiera su nombre parecía apropiado.

A pesar de mis cuidados y de toda la atención prestada, Pelucha continuaba perdiendo plumaje. Pronto se transformó en un minúsculo pedazo de carne pálida con multitud de puntos negros y dos ojos enormes. Su vientre se hinchó y un prominente edema deformó su aparato genital, transformándolo en un anillo enrojecido y sanguinolento.

No sabía muy bien qué hacer con ella. Me había decepcionado, sin duda, y yo a ella. Supuse que moriría pronto, ya que parecía muy enferma, y comencé a descuidarla. Debía quedarle poco tiempo, y aunque no quería contagiarme de su infección, continué alimentándola con el alpiste y la lechuga, mezclando las gotas que me recetó el veterinario con el agua… hasta que dejé de hacerlo.

Transcurrieron varias semanas y mi canario tenía peor aspecto. A pesar de todas aquellas enfermedades, una extraña fuerza la mantenía con vida. Parecía en las últimas, sólo era cuestión de tiempo.

Pelucha era muy sucia. Las hojas de lechuga que picoteaba se iban secando y mezclándose con las cáscaras del alpiste y las heces, que se le adherían en las uñas de las patas, conformando unas endurecidas costras que resonaban cuando saltaba de un palo a otro de la jaula. Un día me percaté de que le faltaba un dedo. Supuse que una de esas costras se le habría enredado entre los barrotes. Pero Pelucha no hablaba. Tampoco cantaba.

Comencé a olvidarme de rellenar sus recipientes de comida, quizá a propósito. Cada mañana le colgaba entre los barrotes un par de hojas de lechuga. Le gustaba la lechuga, y así no tenía que limpiar ni tocar los recipientes, ni siquiera la jaula. A pesar de que jamás hubiese cantado ni alzado el vuelo, a pesar de haberse transformado en un cuerpo infecto y agónico cuyo inminente desenlace ansiaba, la alimentaba cada día.

El nivel de los residuos crecía. Las cáscaras de alpiste, la lechuga y las heces conformaban una sólida estructura. Hacía meses que no metía la jaula en la cocina por las noches y sobrepasaba los dos kilos de peso. Pelucha había perdido todo su plumaje y sólo acercarme a su jaula me producía náuseas.

Me sentía decepcionado. Había hecho de mi ilusión un fracaso, y no contenta con ello había transformado mi terraza en un basurero. El nivel de estiércol alcanzaba la mitad de la jaula, pero ella continuaba en su afán por ensuciar, con tal de fastidiarme. Estaba pelada y esquelética, con la totalidad de su piel recubierta por puntos negros apostillados, con el vientre inflamado y brillante, las uñas de sus patas retorcidas y cubiertas de heces endurecidas, a causa de las cuales había perdido varios dedos. Pero se negaba a sucumbir. Pelucha sólo pensaba en sí misma.

Una infección prosperó en sus ojos. Se le hincharon tanto, que parecían dos pelotas amoratadas. Más tarde, perdió la visión de un ojo como resultado de la misma. Su pupila era blanca y cuando se ponía de perfil, el del ojo ciego, me divertía moviendo mi mano, acercándola y alejándola con rapidez. ¡Ni se enteraba! Repetía lo mismo por su lado bueno y se recogía asustada. ¡Pelucha estaba viva! La despreciaba con todas mis fuerzas. Mi bello canario era un monstruo.

Una mañana dejé abierta la puerta de su jaula. Por la noche continuaba allí. Pelucha no parecía dispuesta a ponérmelo fácil. Pretendía martirizarme y haría lo que fuese con tal de lograrlo.

El volumen de estiércol aumentaba, a pesar de escaparse por la puerta de la jaula. Pero llegó un momento en el que hizo techo. Pelucha se buscó un rincón y desde entonces permaneció contra los barrotes, aplastada por sus propios residuos, en el frontal de la jaula. Ya no era más que un pellejo arrugado y retorcido, apenas reconocible, aunque su pico y el vientre por el que expulsaba las heces, todavía eran visibles entre los barrotes.

A menudo pensaba sobre aquel pájaro. Sabía que aquello no duraría mucho. En cualquier momento la encontraría rígida y todo terminaría. Esperaba aquel momento con impaciencia.

Transcurrían los días, las semanas y los meses... Pelucha seguía comiendo la lechuga que yo le colgaba. Deseaba su muerte. Sin embargo, cada mañana su corazón latía entre los barrotes. Me atormentaba la idea de que Pelucha pretendiera sobrevivirme.

Una fría mañana la encontré muerta. Su corazón, hinchado y amoratado, había dejado de latir.

Abrí una bolsa de basura e introduje la jaula con Pelucha en su interior. Pesaba varios kilos.

—Asunto concluido —suspiré.


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4-Treinta Ladrillos

Siempre soñé construirme una casa de treinta ladrillos con garaje y sótano, una distinguida casa de tres pisos a las afueras de la ciudad, con una buhardilla de estudio, con muchas habitaciones y tres cuartos de baño, con ladrillos de colores y maderas y techo y ventanas y muebles, y una bonita puerta y un pedazo de hierba en la entrada.

Un día construí mi casa de veintinueve ladrillos con garaje y sótano, una distinguida casa de tres pisos a las afueras de la ciudad, con una buhardilla de estudio, con muchas habitaciones y tres cuartos de baño, con ladrillos de colores y maderas y techo y ventanas y muebles, y una bonita puerta y un pedazo de hierba en la entrada... pero faltaba un ladrillo para los treinta.

¡Y no descansaré hasta dar con el culpable!

Rafael Moriel recita junto a Gema
(1-11-2011)

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5-Las Calles y su Cintura me Gritaron Estás Solo

Del libro «Relatos Para la Imaginación», de Rafael Moriel.

Recuerdo bares, mucha gente. La música alta y las copas, botellines en las manos. Recuerdo empujones, chicas guapas con pantalones bonitos. Recuerdo cigarrillos, humaredas de cigarrillos y canciones con melodías como cassettes de chistes baratos de los que venden en gasolineras. Recuerdo cervezas y olor a porro, copas de vino y whiskies.

Me apoyé en la barra de un bar para sujetar mi ebrio cuerpo y alguien me preguntó si sostenía yo a la barra o lo hacía ella conmigo.

—Es el único modo que encuentro de expresarme... A veces necesito hacerlo... —le respondí, creyendo que me había preguntado el porqué de mi borrachera.

Recuerdo chicas con relojes de pulsera, olor a champú y brillo de cabellos entre la multitud de pequeños bares abarrotados de gente.
Recuerdo chorros de meada transparente y mi vaso de whisky sobre el depósito del agua de la bomba, sentimientos de culpa y placer simultáneos con mi orina golpeando el pozuelo del retrete. Recuerdo la una de la noche, las dos, las cuatro, espaldas de amigos regresando a casa. La mayoría solos, tan sólo uno de ellos agarrado por el hombro de una muchacha.

Me recuerdo más etílico todavía, junto a muchos más idiotas como yo, escuchando un montón de música para borregos. Recuerdo máquinas de cigarrillos y juegos de luces azules y rojas y amarillas parpadeando, y una niña mona me preguntó a la salida de un bar, qué era para mí el amor.

—El amor es lo más bonito del mundo... —le respondí muy serio y sin esperanza, tal que un loco sabio que no cesa de tener alucinaciones. Había otra chica sentada en un portal que se puso muy fea sacándome la lengua y entonces volví la cara sin poder evitar fijarme en otra de expresión retorcida, que me observaba. La miré. Nos contemplamos un rato y más tarde caminábamos juntos. Sus brazos eran delgados y creo que tenía muy malas pulgas además de treinta y muchos tacos en un cuerpo de adolescente con dos ojeras marrones. Caminamos por ahí durante unas dos horas, y a partir de entonces y hasta mucho después quise olvidar todo aquello que no la evocara, pues ninguna otra cosa merecería la pena aquella noche.

La recuerdo a mi derecha cruzando pasos de cebra, carteles pegados en las paredes, luminosos sobresaliendo de las calles. Recuerdo las manos en los bolsillos y conversaciones sobre hermanos y hermanas y alquileres y plazos de coche, y como enmarcado, conservo el momento en que la abracé para besarla, el preciso instante en el que rodeé su cintura.

Recuerdo cómo amaneció.

Desayunamos en un bar. Ella tortilla de patata y café. Yo, un bocadillo de jamón, una Coca cola y un botellín de agua. Entonces sentí que ya no podía más. El cansancio y la resaca me vencían. Ya me había expresado bastante aquella noche.

Salimos a la calle. Había un «pub» que abría a las seis de la mañana. Entramos. Había allí más idiotas y borrachos reunidos que en todo un campo de fútbol hasta los topes. Ella quería bailar. Maldición, yo nunca bailo. Sólo bebo, y si se tercia podría aporrear una eléctrica cantando temas de melenudos. Pero bailar... jamás.

Se puso a bailar. Todos aquellos orangutanes en celo empapados en alcohol, se percataron de que era preciosa. ¡Oh, Dios!... Nunca entendí cómo los cerdos adivinaban hermosura allá donde yo la veía; era como si yo mismo incorporase algo de puerco, acaso la nariz y el rabo, además de buen gusto y un corazoncito latiendo en mi pecho. A nadie amarga un dulce, ni siquiera a las alimañas, me dije estúpidamente para intentar justificarlos.

Pensé en beber algo, me sentía tímido, sin saber qué hacer con mis manos. Al rato, la rodeaban cuatro o cinco simios uniformados a la moda. Joder... no merece la pena tomar nada, ni siquiera continuar aquí, pensé. Me acerqué a ella. Sabía que de todos ellos, yo sería su príncipe azul.

—Me marcho, guapetona —le dije de sopetón. Me di la vuelta y salí de allí con rapidez, sabiendo que me seguiría.

Me mantuve lo suficientemente visible como para que se me viese a lo largo de la calle, caminando por mitad de su acera. Fueron unos minutos de emoción contenida, aguardando un grito que me llamara por mi nombre.

Ella me seguía de cerca. Poco a poco me alcanzaba. La esperaba con ansia y el recuerdo de aquella cintura delgada y bonita era todo cuanto había en mi cabeza. Una vez en el portal de casa, me giré a contemplarla. Era su última oportunidad.

La calle estaba desierta. Nadie me había seguido. Las calles, muy crueles, me gritaron entonces: «¡ESTÁS SOLO!»..., y pude oír su eco resonando entre las paredes, y me llevé las manos a la cabeza y cerré los ojos hasta que cesó el ruido.

Abrí la puerta del portal y corrí escaleras arriba.

Rafael Moriel recita con Jon Bolois (piano)
(15-12-2005)

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6-Algo Sentimental

Del libro «Relatos Para la Imaginación», de Rafael Moriel.

Carlos no daba crédito a lo que estaba ocurriendo: primero lo de su dolor de cabeza, que le condujo hasta la sala de urgencias del hospital más próximo. Era un dolor tan intenso que parecía fuese a reventarle la cabeza, y para colmo había esperado más de media hora hasta que alguien le preguntara qué le ocurría, como si lo suyo fuese moco de pavo. Toda la estancia repleta de pacientes con un aspecto saludable, mientras medio mundo daba vueltas a su alrededor. De puro delirio.

Carlos se mostraba impaciente, pero allí nadie se quejaba; sólo aguardaban el turno. A su derecha, un muchacho mascaba chicle, repantingado, confeccionando globos sin cesar. La vieja de la izquierda le miraba de reojo cada diez segundos a más tardar, entumecida en su silla y cerrada de piernas, aferrada al bolso como si acaso Carlos fuese un vulgar ratero de tres al cuarto.

Y la cabeza no dejaba de hacerle dom dom, dom dom...

Una joven que fumarreaba expulsó un prolongado penacho de humo azulado por una ventana entreabierta; ni siquiera fumar en los hospitales parecía preocuparles. Hacía una semana que Carlos no probaba el tabaco y se mordió la piel de los labios.

Media hora antes, Carlos había sido atendido por una enfermera que pretendía tranquilizarle con aquello de «No se preocupe, esto no es nada... », como si acaso fuese normal que a uno le doliera tanto la cabeza. Se supone que enseguida acudiría el doctor a reconocerle, eso dijo la enfermera, aunque desde que se presentara en el servicio de urgencias había transcurrido más de una hora y media en total.

La sala de espera era olorcito a cigarrillo y globos de fresa haciendo PLAS... PLAS, una vieja aferrada a su bolso que miraba y miraba, doce o trece pacientes aguardando y dolor de cabeza, ya te lo he dicho.

Más tarde, se presenta el doctor en el «box» número seis, donde finalmente fue conducido Carlos. Aparece tras la puerta el ansiado galeno, veinte o veinticinco minutos después de que la enfermera cerrara la puerta tras de sí. Un doctor con una increíble cuerna en la cabeza que apenas cabía por la entrada, un espléndido ramal de astas que superaban la decena; un tipo calvo, vestido con bata blanca, que iba dejando tras de sí un ligero aroma a aftershave. Aparece sonriendo, como si nada, con el informe del diagnóstico redactado y firmado. ¡El colmo de Carlos!, que comenzaba a tener serias dudas respecto a lo que estaba sucediendo.

—¿Quién es usted? —preguntó al hombre de la cornamenta, que se supone era el médico.

—Tranquilo, estoy al corriente de todo. Soy el doctor Pérez —se presentó. El doctor Pérez, como si aquello fuese normal, y de sus sienes brotaban múltiples ramificaciones de un metro de largo por uno de ancho. ¡Vaya modas!, pensó Carlos.

—¡Quítese esos cuernos, coño! ¡De qué carnaval se ha escapado?... O acaso todo sea producto de mi delirio, doctor... ¡Doctor! ¡Me encuentro gravemente enfermo! ¡Sufro alucinaciones! ¡Me va a reventar la cabeza!... Apenas distingo algo nítido y quizá esté viendo ilusiones... Discúlpeme doctor Pérez o como quiera que se llame, me siento tan confuso... ¡Cúreme, por favor! Supongo que eso mismo le suplicarán sus pacientes... Pero es horrible, doctor, ¡es horrible! ¡Me duele tanto la cabeza!

—No se preocupe —exclamó el doctor Pérez—. La enfermera Yecla es de toda confianza y me ha puesto al corriente de la situación. Ya está usted reconocido y me he tomado la libertad de redactar su diagnóstico sin examinarle siquiera, pues su mal es ya muy viejo y conocido, aunque es posible que todo este protocolo le resulte algo extraño y puede que un poco arduo en estos momentos tan difíciles. Por otro lado, los doctores estamos acostumbrados al trato con el paciente y es probable que no comprenda mi actitud de dominio con la situación. A propósito... ¿Tiene usted problemas sentimentales?

—¿Qué?... —exclamó confuso Carlos.

—Tranquilícese. Mañana todo habrá pasado. Le aseguro que ya no le dolerá la cabeza. Ahora sólo debe prestarme toda la atención que le sea posible, únicamente para tomarse esta píldora relajante con la que dormirá usted como un «Pepe». Mañana por la mañana pasaré consulta por la planta y ya veremos qué tal se encuentra entonces. Ahora mismo le subirán a la habitación en una silla de ruedas, en cuanto ingiera el comprimido. Pasará ingresado el peor trago, pero le aseguro que mañana se encontrará usted perfectamente. Se trata de tenerle bajo observación hasta que todo se normalice. Mera rutina, créame. Confíe en mí. Soy un profesional de esto... de su mal, quiero decir.

—¡Pero, qué coño pastilla me receta usted sin ni tan siquiera preguntarme qué me ocurre! Todavía no me ha tomado la tensión y pretende que me tome un relajante y me duerma como si tal cosa, ¡drogado...! ¡Qué se cree usted! Yo también tengo mis derechos... debería explicarme lo que presume conocer tan bien... así por lo menos lo sabría yo, ¡que soy el enfermo!

El doctor Pérez se acercó y examinó la cabeza de Carlos, palpándola cuidadosamente con la yema de sus dedos.

—Vamos a ver... —y cerrando los ojos recorrió con suavidad su estructura craneal, otorgándole un ligero masaje que vagamente le mitigaba el dolor.

—Está claro. La enfermera Yecla no se equivocó. Tómese la píldora y confíe en mí. Mañana todo esto será agua pasada.

Carlos sentía un dolor tan intenso, que por un momento dejó de preocuparse por los cuernos del doctor. El tipo parecía salido de una película de ciencia ficción o de un cómic futurista, pero le había dicho que el dolor cesaría si obedecía sus instrucciones. Y Carlos necesitaba creer en algo, así que se tomó la pastilla. Al rato se durmió.

A la mañana siguiente, abrió los ojos. Allí estaban los cuernos del doctor Pérez, la misma cuerna de ciervo de lo que parecía una pesadilla, brotándole de las sienes. ¡Era real!

—¡Qué cojones! —gritó asustado Carlos.

—¿Qué tal se encuentra? —le preguntó el doctor Pérez.

—¿Es una broma lo de sus cuernos? —preguntó extrañado, con el rostro arrugado.

—En absoluto. Le ruego me guarde respeto... ¿Qué tal está?

—Bien, la verdad. Ya no me duele nada, aunque siento un ligero mareo... —manifestó, sin apartar ni un instante la mirada de aquello tan prominente.

—No debe preocuparse. Los efectos del relajante desaparecerán en breve. Se quedará aquí a comer y más tarde le daré el alta.

—¿Qué me ocurrió, doctor? —preguntó Carlos, dejando a un lado lo de los cuernos.

—Será mejor que lo vea usted con sus propios ojos —le dijo el doctor Pérez, acercándole un espejo que extrajo del bolsillo de su bata.

—¡Diablos!, ¡no puede ser! —gritó al verse reflejado—. ¡Me han salido cuernos, dos enormes cuernos de toro, dos pitones puntiagudos!

—Efectivamente, los suyos son de toro. A unos les crecen de toro, como a usted... a otros de jirafa y también los hay de cabra montés y de alce, e incluso de ciervo, como los míos. Le recomiendo, ante todo, que se tranquilice. Muy pronto se adaptará usted a su nuevo aspecto y no creo que sea mayor problema, aunque si lo estimase oportuno y por supuesto, en función de cómo se produjera la evolución, yo mismo le prescribiría apoyo psiquiátrico, como paliativo. Pero sólo si fuese necesario. A propósito, los cuernos de toro son para toda la vida, pues forman parte de su esqueleto a partir del brote. Los míos se caen una vez al año, y no se crea... cuando uno se acostumbra a la cuerna la llega a echar en falta. Yo he llegado a sentir vergüenza, se lo aseguro; de veras que ocurre... aunque luego me la como, por aquello del calcio, que favorece el brote de otra nueva. Las ciervas y los ciervos también lo hacen.

—¡Pero, doctor! ¡Esto es una maldición! Llevar cuernos de por vida, todo el mundo sabrá que mi mujer me la ha pegado con otro, y mire lo grandes que son... ¡Todos lo sabrán!

—Tranquilo, Carlos. Los cuernos duelen mucho cuando están saliendo y al principio resultan algo incómodos, pero enseguida descubre uno que además sirven para defenderse —le dijo con tono convincente el doctor Pérez.

Carlos comió en su habitación del hospital, viendo las noticias por televisión. No sabía muy bien cómo encajar aquello. Dejó el segundo plato y el postre en la bandeja, intactos. Después se tumbó en la cama, boca arriba, con las manos detrás de la cabeza. A eso de las seis de la tarde apareció la enfermera, con el alta médica. Le puso el termómetro y le tomó la tensión y las pulsaciones.

—¿Qué tal se encuentra? —le preguntó. —¿Eh?... —respondió Carlos.

—¿Qué tal estás?

—Bien, bien...

—Has comido poco, ¿eh?

—Sí... —susurró Carlos.

Cuando Carlos pisó la calle, el sol refulgía en sus cuernos. Miró hacia uno y otro lado y dio un paso y luego otro, y otro más.

Era sábado. Tenía dos cuernos, dos.

Atentamente:
Rafael Moriel

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