viernes, 24 de julio de 2015

«Accidente en la Fábrica de Chorizos»: Un Libro de Rafael Moriel

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Accidente en la Fábrica de Chorizos,
un libro de Rafael Moriel

Ya está disponible el libro "Accidente en la Fábrica de Chorizos", en papel y versión ebook.


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Índice de Textos y Vídeos Promocionales

A través de los siguientes enlaces es posible leer y escuchar algunos textos contenidos en el libro «Accidente en la Fábrica de Chorizos»:

1-Vídeos Promocionales
2-Tintes de Tristeza y el kit de 30 €
3-Mi Bello Canario
4-El Cuarto del Abuelo


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1-Vídeos Promocionales









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2-Tintes de Tristeza y el kit de 30 €

Fue a raíz de que se preguntara el porqué de su hábito circunspecto, cuando cayó en la cuenta de que la tristeza le era intrínseca. Ella conformaba su episodio más repetido e inmediato y él la reprimía, aparentando mostrar una imagen que ocultara su natural desconsuelo. Ésa parecía ser la clave de su compostura.

Frente a aquella revelación y por un instante, Louis deseó olvidarse de sí mismo y tras cerrar los ojos se imaginó renaciendo bajo la piel de otro hombre, como si acaso la vida le brindara una segunda oportunidad. Sus ojos parpadearon y entonces pudo verse bajo la apariencia de Dave, un amigo con el que esa misma tarde había tomado café. Louis se recreó en la sonrisa de su amigo, bajo unas anchas y pobladas cejas negras. Su nuevo aspecto lucía informal, con el cabello engominado, alegre e idealista. Incluso caminaba más erguido, ataviado en unos tejanos desgastados.

Así ocurrió durante unos minutos, donde todo a su alrededor parecía tener otro aspecto. Sin embargo, la tristeza continuaba ahí, bajo el hueso del cráneo. Louis era un poeta de mediana producción que daba tumbos por el mundillo literario, soñando figurar entre sus páginas. Pero no vivía de la poesía. Sobrevivía gracias al trabajo como operario en una cadena de producción donde su afición literaria era desconocida.

Aquel día cubrió el turno de mañana y tras comer se citó con Dave, en vista de que no era un buen día para los poemas. Tomaron café y se despidieron a eso de las cinco, tras lo cual montó en su coche y condujo hasta unos grandes almacenes, sin saber muy bien por qué.

Louis paseó por los pasillos del hipermercado, mirando los productos sobre las estanterías. Todo aquello estaba repleto de cosas: botellas de diferentes tamaños conteniendo productos diversos, galletas con multitud de sabores, chocolates de varios países con fresas y otras frutas, cajas de leche, bicicletas, ruedas de coche, libros y revistas, videojuegos, bombillas, lámparas, latas de cerveza, frutas y verduras, yogures, pizzas y quesos… Nada parecía interesarle, hasta que las vio. Aquellas mesas amontonadas en la sección de bricolaje llamaron su atención: mesas baratas donde leer el periódico o escribir una carta… Tras charlar con una dependienta del hipermercado, no se lo pensó dos veces. Cargó el paquete en el carro, se dirigió hasta la zona de cajas, pagó con su tarjeta de crédito y lo tumbó en el maletero del coche, tras lo cual condujo varios kilómetros por los pueblos de alrededor sin saber muy bien por qué, acaso como cuando había entrado en el hipermercado.

Una vez en casa, encendió un cigarrillo y se arrojó sobre el sofá, cambiando una y otra vez los canales del televisor. Al rato bajó al coche y cargó con la caja que contenía la mesa. La subió a casa y buscó un metro, comprobando las dimensiones de los espacios libres, hasta buscarle un rinconcito en el estudio. Decidido, conformó la mesa con los tornillos y las herramientas que incorporaba; recogió los plásticos y los cartones de embalaje, barrió el suelo y suspiró al comprobar lo bien que lucía aquella mesa. Aquel rincón había reclamado una mesa así durante años y Louis no se había dado ni cuenta; muchas desgracias humanas eran la misma cosa o algo parecido.

El estudio de Louis albergaba otra mesa de madera. Sin embargo, ésta le parecía especial: se trataba de una mesa de kit, un chollo por 30 €. Le hubiese gustado estrenarla escribiendo un poema. Era esa misma frustración de quien aguarda las vacaciones para llevar a cabo algo que ansía, y llega el momento y enferma o se deprime, o simplemente no empieza por el principio. Y allí estaba Louis, con tiempo para los poemas y privado de inspiración, deseando escribir lo primero que se le ocurriera e incapaz de comenzar.

A lo mejor me vendría bien un whisky, pensó. La luz del flexo y el whisky con los hielos, eso crea ambiente. Retomó la contemplación de su escritorio, preguntándose cuántas mesas podría haber comprado con todo el dinero que a lo largo de su vida se había gastado en whisky. Por un instante no supo a ciencia cierta a qué venía aquello. ¿Por qué bebía Louis? ¿Por qué la gente se esforzaba tanto y el mundo evolucionaba tan poco? Descorrió la cortina de la ventana y todas aquellas mesas de 30 € se le representaron en el aparcamiento de enfrente. Lo mejor sería regalarlas, pensó. La gente tendría una mesa sobre la que escribir su poema. Todo el mundo debería hacerlo.

Un pitido del teléfono móvil lo devolvió al mundo real: bip, bip... Las mesas desaparecieron. Sólo había coches: rojos, verdes, coches metalizados grandes y pequeños, de dos y cuatro puertas. La gente bebía en ocasiones, la gente pagaba un coche de vez en cuando; otras veces la gente no sabía qué hacer.

Louis corrió la cortina y se rascó la cabeza. Se dirigió hacia el tocadiscos, sobre el que descansaban un paquete de Lucky Strike y un encendedor azul. Contó los cigarrillos y extrajo uno. ¡Cuántas cosas se podían hacer sobre aquella mesa! Una mosca gorda se posó sobre el flexo. Se miraron. Louis tenía poco que ofrecer con su aspecto tan serio. La tristeza daba mucho de sí, pero la mosca era inquieta y no le dio una oportunidad. Despegó emitiendo un zumbido, entretanto Louis la observó marchar. No estaba mal eso de volar, pero sabía que él no lo lograría. Entonces se sentó frente a su escritorio: treinta euros, brillante, con olorcito a madera. Encendió el cigarrillo y chupó una calada. La luz del flexo hacía guiños a intervalos y el humo parecía azulado. Afuera, la gente caminaba en busca de cosas.

Alargó su brazo para coger el mando a distancia y encendió el televisor. Su tristeza arraigada lo acarició entonces. Louis se dejó querer. Lo cierto es que había algunas cosas que no lograba entender: ¿por qué el público de los programas que emitían por televisión aplaudía de aquel modo tan absurdo en los intermedios de publicidad? ¿Por qué los presentadores decían tantas tonterías, mintiendo y gesticulando como energúmenos? Ni siquiera entendía por qué había comprado aquella mesa de kit por 30 €. Todo eran dudas… Y entonces recordó a la muchacha que le había atendido en el hipermercado; sin duda alguna era lo mejor que le había ocurrido en todo el día:

Louis caminaba por entre los pasillos con su carro vacío, buscando algo para llenarlo. Se detuvo frente a todas aquellas mesas de kit, cuando ella se acercó y tras dirigirse a él, charlaron amablemente y le desembaló la mesa, mostrándole las piezas y el cajoncito que incorporaba. La muchacha se movía con gracia y se pilló un dedo que luego se chupaba, ligeramente refunfuñando. «Si no te gusta, guardas el ticket y te devolvemos el dinero», le dijo. ¡Era tan esperanzador encontrar algo humano entre tanta gente! Todo el mundo debería casarse con las dependientas de los hipermercados. Los presidentes deberían haber trabajado como cajeros; si acaso hubieran fregado portales estarían más cerca de la realidad. El mundo entero lo agradecería.

La mesa era simple. Acercó una silla, tomó un bolígrafo y un folio y escribió su poema de un tirón.

Solo

Azul
rojo y negro
Jazz.

Hay un par de cuadros colgados por ahí.
En uno puede verse a un guardia borroso
entretanto una pareja se abraza.
Todas mis cosas están aquí. Hay bolígrafos, discos y cables.
Así es mi habitación.
Nadie puede verla ahora.


Louis pensó que aquel poema era uno de los peores que había escrito jamás. Lamentable y autocompasivo. La mosca se posó sobre el flexo. Era horrible. Tenía trozos azules. Se miraron cara a cara hasta que retomó el vuelo. Louis decidió darle otra oportunidad; cualquiera la merece, pensó. Rompió su poema y lo arrojó a la papelera. Apagó el televisor, se levantó de la silla y entreabrió la ventana para dejar que el insecto escapara. Había algunas luces encendidas en el bloque de enfrente. Entonces imaginó a una vecina cualquiera en su cocina, preparando la cena, quizá cubierta por una ligera bata y unos pechos enormes envueltos en un sujetador blanco liso. Louis olisqueó con los ojos cerrados todos los pechos y los geles y los suavizantes de sus vecinas. Olían bien. Dejó la ventana y se sentó frente a su nueva mesa de escritorio, que había comprado sin saber muy bien por qué.

Jugueteó con el bolígrafo. Era anaranjado y transparente, de propaganda. El bolígrafo le pareció odioso, pues aún no era capaz de escribir directamente con el ordenador y le ponía nervioso apretar las teclas con apenas dos dedos y su sombra proyectándose sobre el teclado. Retomó los cigarrillos: quedaban tres. Extrajo uno y ya sólo quedaban dos. Mañana dejaré de fumar, pensó. Cogió la prensa. «Todo el mundo debería tener una mesa así», pensó. Abrió el periódico y pasó una tras otra, sus páginas. «ADIÓS AL GORILA ARTISTA», figuraba de cabecera en la última página del diario. Michael, «el gorila artista», había fallecido a los veintisiete años, de un fallo cardíaco. Michael se comunicaba con los humanos a través del lenguaje de los signos. Entendía palabras en inglés y prestaba atención a las interpretaciones musicales y a las obras de arte. Michael, el primate que coloreaba lienzos, había muerto ayer.

Louis detuvo su mirada en la fotografía de Michael pintando una acuarela. La imagen del gorila le transmitió una cierta melancolía; su misma tristeza arraigada, fluía con la lentitud de un pedo sin ruido a través de la última de las páginas de aquel diario, con la foto del gorila pintor. La tristeza se encontraba presente en cada uno de los pliegues que conformaban las carnes arrugadas de aquel animal. Sintió compasión de la bestia, al advertir la forma de su cráneo. Era ridículo. Deforme, como un balón de rugby. Se le ocurrió entonces que si todo el mundo pintara cuadros y prestara atención a las interpretaciones musicales y a las obras de arte, quizá si todo el mundo tuviese una mesa de kit de 30 € sobre la que escribir un poema, quizá él no fuera una persona tan seria y el público de los programas que emitían por televisión no aplaudiría todas aquellas mentiras y los presentadores no serían tan idiotas.

Dobló el periódico, depositándolo sobre la mesa. Era la hora de cenar. La horrible mosca con trozos azules había aprovechado su oportunidad. Louis cerró la ventana y apagó la luz.

Es una buena mesa, pensó. Sin duda alguna que prometía.

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3-Mi Bello Canario

Fumaba en la terraza y ya era de noche. Había estado todo el día estudiando para los exámenes y me apeteció echar un cigarrillo al aire libre. Entonces y entre la oscuridad, un aleteo llamó mi atención. Se trataba de algo pequeño y rápido que revoloteaba, procedente de algunos pisos más arriba.

Quedé inmóvil al comprobar que se trataba de un pajarillo, de color blanco a primera vista. Su revoloteo cesó al posarse en el saliente de la terraza, más allá de la barandilla. Me moví tan lentamente como pude, acercándome. Me miraba. Entonces abrí mis manos, y lo atrapé. Esperaba que hubiese echado a volar, o al menos que se resistiera al atraparlo. Pero no fue así. Pude sentir su caliente cuerpecillo como algo sensible y delicado entre mis manos.

Entré en la cocina y me puse manos a la obra. No tenía jaula. Estuve discurriendo cómo improvisar algo, y allí estaba la cesta de las patatas, metálica y enrejada. Mantuve al pájaro atrapado con una mano y volqué la cesta con las patatas, propinándole un par de golpes para desprender la suciedad, depositándola invertida sobre el suelo: cuatro paredes y un techo, con barrotes y todo. Sin embargo, aquel pajarillo, un hermoso canario, elegante y alargado, era demasiado delgado en comparación con el espacio libre entre los barrotes.

Corrí hasta el salón. En el primer cajón del mueble chino siempre estuvo la caja de puros que mi tío Domingo, el marinero, nos trajo de uno de sus viajes. La abrí con una mano y volteé los puros, introduciendo al pajarillo. Regresé a la cocina y recubrí toda la cesta con papel de periódico agujereado. Me hice con un par de tapas de botes de conserva y las introduje, con agua y migas de pan, bajo la cesta empapelada. La jaula estaba lista y la cena servida. Sólo faltaba el canario.

Abrí la caja de los puros, introduciendo mi mano en ella. Ni se movió. Arrinconado, se había cagado y me observaba, con los ojos abiertos todo lo más que podía. Sentí compasión de él. Tapé con mi mano la boca de la caja, dejando entre mis dedos el espacio suficiente para observarlo con detalle. Los pájaros son muy rápidos y aunque buscara un hueco por el que escapar, no le daría esa oportunidad. Nos observamos largo rato. Su plumaje era de un hermoso amarillo claro, tornando grisáceo y blanquecino en los extremos de sus alas.

Lo atrapé sin que opusiera resistencia. Levanté la cesta y lo introduje por debajo de ésta, depositándolo sobre el suelo. Cené en la cocina, a su lado. No hizo el más mínimo ruido.

Fregué mi plato y cerré los libros. Acostumbraba a guardarlos uno o dos días antes del examen, y decidí no preocuparme más por los detalles de las lecciones. El trabajo ya estaba hecho y otro día de estudio sólo aumentaría mi inseguridad. Ahora tenía un pasatiempo para olvidar mis exámenes.

Me arrodillé y levanté suavemente la cesta. Permanecía inmóvil, mirándome. Introduje mi mano. Se dejó atrapar. Lo extraje con delicadeza, sintiendo los pálpitos de su corazón. Tenía los ojos enrojecidos y permanecía con su pico abierto, jadeando. Entonces me di cuenta de que la tinta de los papeles de periódico le irritaba. Parecía muy asustado y se había cagado varias veces.

Lo deposité en el suelo. La cocina no tenía demasiados escondrijos y dejarlo libre en aquellas condiciones no parecía arriesgado; estaba asustado y abatido y supuse que no volaría. Lo toqué con el dedo, empujándolo varias veces para comprobar su reacción. Ni se movió. Sólo jadeaba y observaba.

Arranqué todo el papel de la cesta, descartándola. Lo introduje en la caja de los puros. Unas cuantas cagadas más no importaban. Me fui a la cama.

Al día siguiente, a las diez de la mañana, ya tenía una jaula y dos cajas de alpiste. Cogí el taladro e instalé dos escarpias en la terraza. Colgué la jaula, con su canario dentro, y me pareció que se sentía alegre en su nuevo hogar. Saltaba de un palo a otro, se bajó a comer y a beber y di por seguro que a partir de entonces permanecería conmigo.

A eso del mediodía, sonó el timbre. Era un vecino que me preguntó sobre un pájaro que se le había escapado. Le dije que no sabía nada al respecto. Cerré la puerta y sonreí.

Mi examen no pudo ir mejor. De regreso a casa, lo primero que hice fue saludar a Pelucho. Mis regresos de las clases eran mucho más esperanzadores, con aquella mascota esperándome.

Cada mañana, antes de las clases, colgaba su jaula en la terraza. A mi regreso, en la tarde noche, la descolgaba y la metía en la cocina, junto al radiador. Entonces recogía su cabeza entre las plumas y dormía apoyado sobre una pata. Limpiaba su jaula a diario y rellenaba sus recipientes con agua y alpiste. Pero Pelucho no cantaba. Solía sacarlo de la jaula para jugar con él. Sin embargo, apenas se movía y no piaba; ni siquiera hacía intentos por retomar el vuelo. Al principio imaginé que era debido a su nueva situación, pero con el paso del tiempo terminé por asimilarlo.

A mediados del otoño observé que Pelucho se deterioraba. Poco tenía que ver con aquel hermoso ejemplar que una noche de verano volara hasta mi terraza. Sus plumas estaban desordenadas y sucias y su cola recortada. Se había quedado completamente calvo y el veterinario me recetó unas gotas que mezclaba con el agua. Me dijo que debía alejarlo del radiador, y que no cantaba porque era hembra. Pelucho no cantaría jamás, y ni siquiera su nombre parecía apropiado.

A pesar de mis cuidados y de toda la atención prestada, Pelucha continuaba perdiendo plumaje. Pronto se transformó en un minúsculo pedazo de carne pálida con multitud de puntos negros y dos ojos enormes. Su vientre se hinchó y un prominente edema deformó su aparato genital, transformándolo en un anillo enrojecido y sanguinolento.

No sabía muy bien qué hacer con ella. Me había decepcionado, sin duda, y yo a ella. Supuse que moriría pronto, ya que parecía muy enferma, y comencé a descuidarla. Debía quedarle poco tiempo, y aunque no quería contagiarme de su infección, continué alimentándola con el alpiste y la lechuga, mezclando las gotas que me recetó el veterinario con el agua… hasta que dejé de hacerlo.

Transcurrieron varias semanas y mi canario tenía peor aspecto. A pesar de todas aquellas enfermedades, una extraña fuerza la mantenía con vida. Parecía en las últimas, sólo era cuestión de tiempo.

Pelucha era muy sucia. Las hojas de lechuga que picoteaba se iban secando y mezclándose con las cáscaras del alpiste y las heces, que se le adherían en las uñas de las patas, conformando unas endurecidas costras que resonaban cuando saltaba de un palo a otro de la jaula. Un día me percaté de que le faltaba un dedo. Supuse que una de esas costras se le habría enredado entre los barrotes. Pero Pelucha no hablaba. Tampoco cantaba.

Comencé a olvidarme de rellenar sus recipientes de comida, quizá a propósito. Cada mañana le colgaba entre los barrotes un par de hojas de lechuga. Le gustaba la lechuga, y así no tenía que limpiar ni tocar los recipientes, ni siquiera la jaula. A pesar de que jamás hubiese cantado ni alzado el vuelo, a pesar de haberse transformado en un cuerpo infecto y agónico cuyo inminente desenlace ansiaba, la alimentaba cada día.

El nivel de los residuos crecía. Las cáscaras de alpiste, la lechuga y las heces conformaban una sólida estructura. Hacía meses que no metía la jaula en la cocina por las noches y sobrepasaba los dos kilos de peso. Pelucha había perdido todo su plumaje y sólo acercarme a su jaula me producía náuseas.

Me sentía decepcionado. Había hecho de mi ilusión un fracaso, y no contenta con ello había transformado mi terraza en un basurero. El nivel de estiércol alcanzaba la mitad de la jaula, pero ella continuaba en su afán por ensuciar, con tal de fastidiarme. Estaba pelada y esquelética, con la totalidad de su piel recubierta por puntos negros apostillados, con el vientre inflamado y brillante, las uñas de sus patas retorcidas y cubiertas de heces endurecidas, a causa de las cuales había perdido varios dedos. Pero se negaba a sucumbir. Pelucha sólo pensaba en sí misma.

Una infección prosperó en sus ojos. Se le hincharon tanto, que parecían dos pelotas amoratadas. Más tarde, perdió la visión de un ojo como resultado de la misma. Su pupila era blanca y cuando se ponía de perfil, el del ojo ciego, me divertía moviendo mi mano, acercándola y alejándola con rapidez. ¡Ni se enteraba! Repetía lo mismo por su lado bueno y se recogía asustada. ¡Pelucha estaba viva! La despreciaba con todas mis fuerzas. Mi bello canario era un monstruo.

Una mañana dejé abierta la puerta de su jaula. Por la noche continuaba allí. Pelucha no parecía dispuesta a ponérmelo fácil. Pretendía martirizarme y haría lo que fuese con tal de lograrlo.

El volumen de estiércol aumentaba, a pesar de escaparse por la puerta de la jaula. Pero llegó un momento en el que hizo techo. Pelucha se buscó un rincón y desde entonces permaneció contra los barrotes, aplastada por sus propios residuos, en el frontal de la jaula. Ya no era más que un pellejo arrugado y retorcido, apenas reconocible, aunque su pico y el vientre por el que expulsaba las heces, todavía eran visibles entre los barrotes.

A menudo pensaba sobre aquel pájaro. Sabía que aquello no duraría mucho. En cualquier momento la encontraría rígida y todo terminaría. Esperaba aquel momento con impaciencia.

Transcurrían los días, las semanas y los meses... Pelucha seguía comiendo la lechuga que yo le colgaba. Deseaba su muerte. Sin embargo, cada mañana su corazón latía entre los barrotes. Me atormentaba la idea de que Pelucha pretendiera sobrevivirme.

Una fría mañana la encontré muerta. Su corazón, hinchado y amoratado, había dejado de latir.

Abrí una bolsa de basura e introduje la jaula con Pelucha en su interior. Pesaba varios kilos.

—Asunto concluido —suspiré.


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4-El Cuarto del Abuelo

El olor del cuarto del abuelo llega hasta los ascensores.

Pilar, la madre de Juana, camina deprisa hacia el cuarto de baño, con la botella del pis del abuelo, todavía caliente, entre sus manos.

—¡Mamá! ¡Que no basta con pasarla por el chorro del grifo! ¡Lávala con un poco de lejía, que hay que desinfectar! —exclama Juana.

Alejandro, su hermano pequeño, observa apoyado sobre el quicio de la puerta, con el anorak puesto: el mobiliario del cuarto del abuelo es muy anticuado; las paredes están recubiertas de un papel pintado que repite un engorroso decorado circular y toda la casa parece impregnada de un intenso olor a anciano. A la derecha hay un armario ropero enorme y al fondo descansa el abuelo, tendido en la cama. Su rostro amarillento asoma entre las sábanas blancas, con una amarga expresión, frunciendo el ceño, entretanto unas diminutas gotas de sudor fluyen a través de sus poros.

—¿Qué hora es?

—¡Las siete, abuelo! —responde su nieta Juana, desde el pasillo.

—¡Ay Dios!, ¡ay Dios!...

Alejandro entra en la habitación, deteniéndose frente al abuelo. Allí lo observa en silencio, ligeramente boquiabierto:

A su izquierda se alzan dos enormes bombonas de oxigeno blancas. Una de ellas está conectada a un largo tubo que rodea la cabecera de la cama, alimentando a una mascarilla azulada que descansa sobre la mesilla, mellada por decenas de cigarrillos que dejaron su huella imborrable. También hay algunas cajas de pastillas y varios comprimidos de diferentes tamaños, las gafas y la dentadura del abuelo, sumergida en un vaso de agua con un rastro blanquecino en niveles sucesivos.

El abuelo no se encuentra bien. Siempre está en la cama, rodeado de tubos, y se queja, se queja tanto que resulta bochornoso. Alejandro detiene su mirada en los comprimidos de colores. Alarga su mano para poder tocarlos, cuando su madre irrumpe en el dormitorio.

—¡Ala!, ¡vete a jugar un rato, que enseguida nos vamos! —le dice, dirigiéndolo hacia la puerta.

Alejandro entra en la cocina. Al verle, el canario del abuelo salta de un palo a otro de la jaula, piando con vehemencia. Su madre, agitada como una gaseosa, corretea de un lado para otro limpiando el polvo, canturreando con un bote de spray en una mano y un trapo en la otra, frotando los muebles. Después coge una palangana con agua y se arrodilla en el suelo, frotándolo enérgicamente con un trapo húmedo, moviendo su enorme trasero. El olor de su sudor mezclado con el del cuarto del abuelo llega hasta Alejandro, que introduce su dedo índice entre los barrotes de la jaula.

—¿Qué hora es?

—¡Las siete y cuarto, abuelo!

—¿Qué hora es?

—¡Estése tranquilo, que no tiene ninguna prisa hasta la hora de cenar! —responde Juana desde el cuarto de baño.

—¡Ay Dios!, ¡ay Dios!... —se queja el abuelo.

El canario se muestra muy excitado, entretanto Alejandro mueve su dedo para hacerle rabiar. La abuela murió hace un par de años y aquel pájaro es el único que le hace algo de caso en aquella casa, revoloteando y posándose sobre los palos y los barrotes de la jaula. Alejandro se dirige al frutero y coge un racimo de uva blanca del que arranca un grano, que incrusta entre los barrotes.

—¡Ay Dios!, ¡ay Dios!...

—¡Has terminado con el baño? —grita la madre desde el pasillo.

—¡Sí, mamá! ¡Cuando quieras nos marchamos! —responde Juana desde el baño.

—¡Ay Dios!, ¡ay Dios!...

La madre de Alejandro se apresura a recoger todos los útiles y los productos de limpieza. Se mueve rápidamente de un lado a otro de la casa, abriendo y cerrando puertas de armarios, hasta que finalmente se detiene frente al espejo del baño: allí ajusta su ropa y tras retocarse el peinado con las manos, se apresura hasta el colgador del hall, donde descuelga su abrigo y se envuelve con él.

—¡Vámonos, que se hace tarde! —exclama, con cierta prisa.

Juana y Alejandro se despiden primero. La madre besa la frente del abuelo y justo antes de desaparecer por la puerta, se gira para verlo de nuevo. Entonces, el abuelo le hace un gesto y ella se acerca. Él le susurra unas palabras al oído y ella abre el cajón de la mesilla, sacando un caramelo, que desenvuelve e introduce en su boca.

—¡Chúpelo despacio, padre, no se vaya a atragantar! —le dice, alargando las palabras. El abuelo sonríe y su hija le besa de nuevo.

—Muaaakksssssss.

—¡Mamaaaaá! ¡Que no le des caramelos al abuelo! ¿Cuántas veces tengo que decírtelo? ¡Los caramelos tienen mucha azúcar y no tienen efectos beneficiosos para los pulmones! ¡Abuelo, que no debe comer caramelos, que eso no es bueno para usted! ¡Que cualquier día se nos atraganta!—grita Juana indignada, y el abuelo sonríe. Se siente como un niño regañado y le gusta. Es agradable observar el rostro de su nieta, hablándole con tanta decisión. Sin duda, ha heredado el temperamento de la sangre que recorre sus venas.

La puerta se cierra tras de sí. Frente a los ascensores, Alejandro se coge de la mano de su madre. Todavía se puede percibir el olor del cuarto del abuelo en las escaleras.

Dos días más tarde visitan de nuevo la casa. En esta ocasión, la madre de Alejandro y dos de sus hermanas se esmeran en realizar la compra, preparar la comida y realizar los quehaceres de la casa del abuelo, que ya sólo se levanta de la cama para sentarse un rato a duras penas. Las tías de Alejandro también han traído a sus hijos y los han encerrado en un dormitorio vacío para que no alboroten.

La tarde transcurre lenta para los niños, que corretean por la habitación. Alejandro odia aquel cuarto frío, repleto de cajas apiladas, apenas iluminado por una bombilla en el techo. Para él es un lugar sombrío y pegajoso donde su madre y sus tías acostumbran a encerrarlos, ordenándoles que no abran la puerta. Su primo Juan Carlos corre en círculos, imitando el ruido de una moto, entretanto Iñigo arroja una y otra vez su pelota de tenis contra la pared. Los otros dos niños, Jorge y Fernando, no paran de empujarse y gritar. Alejandro odia aquel cuarto y sus primos han estado a punto de tirarlo al suelo en varias ocasiones; él sólo desea salir de allí lo antes posible. Se acerca hasta la puerta, abriéndola y asomándose, respirando el fuerte olor del cuarto del abuelo:

Juana corretea de un lado a otro de la casa, tirando cosas a la basura y amontonando ropa vieja sobre una silla. En ese instante, descuelga el reloj de pared del cuarto del abuelo y lo mira detenidamente, susurrando algunas palabras y negando con su cabeza. El reloj se detuvo hace meses y el abuelo ni siquiera puede verlo, con su vista cansada. Sin embargo, el abuelo lo mira cada cierto tiempo y pregunta la hora.

—¿Qué hora es? —Pregunta.

—¡Siempre preguntando la hora!… ¿Qué prisa tendrá? —susurra Juana.

—¿Qué hora es?

—¡Pero qué más le dará a usted! —responde Juana.

—¡Ay Dios!, ¡ay Dios!...

Juana se dirige a la cocina, con el reloj. Después se escucha un golpe y sale de nuevo para continuar sus labores. Alejando cierra suavemente la puerta y corre hasta la cocina.

Sobre la mesa hay una baraja de cartas hinchadas y amarillentas. Alejandro la coge entre sus manos y juguetea con los naipes, observando el reloj de pared y los caramelos de menta del abuelo en el cubo de la basura.

Ya no hay reloj. Tampoco más caramelos. No eran buenos para el abuelo. Tenían azúcar y ni siquiera eran beneficiosos para sus pulmones. Las cuatro mujeres discuten en el pasillo, interrumpiéndose unas a otras: a partir de hoy, el abuelo no tomará vino durante las comidas, y sólo beberá agua antes de éstas. Tampoco comerá huevos, ni carne, ni miga de pan, ni sal, ni azúcar. Tomará un par de zumos de naranja al día y sólo comerá frutas y verduras frescas.

—A lo mejor es que algo le ha sentado mal… —sugiere la madre de Alejandro.

—¡El médico dijo estreñimiento! —replica Juana.

—¡Es que ha sangrado, maja…! ¡Y eso que el abuelo nunca ha sido estreñido! —dice la tía Loli.

—¡Lo mejor para el estreñimiento es un vaso de zumo de naranja! —le interrumpe Juana.

—¡Pero habrá que darle los sobres que le recetó el doctor! —dice la madre de Alejandro.

—¡No hace falta, mamá! ¡Yo cuando estoy estreñida tomo un zumo de naranja y se acabó el problema!… —replica Juana.

La luz de la cocina se enciende y Alejandro se asusta. Es su tía Angelines, que se dirige al frigorífico para guardar algo.

—¡Niño!, ¡vete al cuarto a jugar con tus primos que enseguida nos marchamos! —le aborda, empujándolo fuera de la cocina.

Una hora después dejan la casa. La puerta se cierra tras de sí y cuando Alejandro se coge de la mano de su madre, puede respirar el fuerte olor del cuarto del abuelo, que llega hasta los ascensores.

El abuelo falleció pocos días después. Juana dice que ya no preguntaba la hora e incluso había dejado de quejarse cada diez segundos: «¡Ay, Dios! ¡Ay, Dios!». La conducción del cadáver a través del cementerio era lenta. El cura encabezaba la marcha, con un libro abierto sobre una mano y un megáfono en la otra. Alejandro iba cogido de la mano de su madre, que lloraba. Su hermana Juana y sus dos tías también lloraban. Muchos de los presentes lo hacían. Tras una larga caminata sin prestar atención al sermón y escuchando únicamente el crujir de la gravilla bajo sus pies, llegaron hasta una tumba excavada donde aguardaba el enterrador con su pala, frente a un montón de tierra. El padre de Alejandro y tres de sus tíos tomaron la iniciativa, haciendo descender el ataúd, ayudándose de unas cuerdas.

Entonces, el cura nombró la resurrección, haciendo la señal de la cruz y pronunciando algunas frases alusivas al Apocalipsis, entretanto todos los presentes aguardaban de pie, extremadamente serios y trajeados.

Fue uno de los últimos días de primavera. La mañana era soleada y los rayos del sol refulgían en cada hoja de los matorrales, a ambos lados de las callejuelas del cementerio. El ataúd del abuelo resplandeció hasta perderse de vista, y cuando el enterrador vertió la primera palada de tierra sobre él, el sol brilló si cabe aún más. Los arbustos y las flores brillaban. Todo el cementerio relucía. El verde de los pinos era verde, los pájaros cantaban y la tierra olía a tierra.

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Atentamente:
Rafael Moriel

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