domingo, 14 de noviembre de 2021

«Mi Bello Canario», un relato de Rafael Moriel

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Mi Bello Canario

Fumaba en la terraza y ya era de noche. Había estado todo el día estudiando para los exámenes y me apeteció echar un cigarrillo al aire libre. Entonces y entre la oscuridad, un aleteo llamó mi atención. Se trataba de algo pequeño y rápido que revoloteaba, procedente de algunos pisos más arriba.

Quedé inmóvil al comprobar que se trataba de un pajarillo, de color blanco a primera vista. Su revoloteo cesó al posarse en el saliente de la terraza, más allá de la barandilla. Me moví tan lentamente como pude, acercándome. Me miraba. Entonces abrí mis manos, y lo atrapé. Esperaba que hubiese echado a volar, o al menos que se resistiera al atraparlo. Pero no fue así. Pude sentir su caliente cuerpecillo como algo sensible y delicado entre mis manos.

Entré en la cocina y me puse manos a la obra. No tenía jaula. Estuve discurriendo cómo improvisar algo, y allí estaba la cesta de las patatas, metálica y enrejada. Mantuve al pájaro atrapado con una mano y volqué la cesta con las patatas, propinándole un par de golpes para desprender la suciedad, depositándola invertida sobre el suelo: cuatro paredes y un techo, con barrotes y todo. Sin embargo, aquel pajarillo, un hermoso canario, elegante y alargado, era demasiado delgado en comparación con el espacio libre entre los barrotes.

Corrí hasta el salón. En el primer cajón del mueble chino siempre estuvo la caja de puros que mi tío Domingo, el marinero, nos trajo de uno de sus viajes. La abrí con una mano y volteé los puros, introduciendo al pajarillo. Regresé a la cocina y recubrí toda la cesta con papel de periódico agujereado. Me hice con un par de tapas de botes de conserva y las introduje, con agua y migas de pan, bajo la cesta empapelada. La jaula estaba lista y la cena servida. Sólo faltaba el canario.

Abrí la caja de los puros, introduciendo mi mano en ella. Ni se movió. Arrinconado, se había cagado y me observaba, con los ojos abiertos todo lo más que podía. Sentí compasión de él. Tapé con mi mano la boca de la caja, dejando entre mis dedos el espacio suficiente para observarlo con detalle. Los pájaros son muy rápidos y aunque buscara un hueco por el que escapar, no le daría esa oportunidad. Nos observamos largo rato. Su plumaje era de un hermoso amarillo claro, tornando grisáceo y blanquecino en los extremos de sus alas.

Lo atrapé sin que opusiera resistencia. Levanté la cesta y lo introduje por debajo de ésta, depositándolo sobre el suelo. Cené en la cocina, a su lado. No hizo el más mínimo ruido.

Fregué mi plato y cerré los libros. Acostumbraba a guardarlos uno o dos días antes del examen, y decidí no preocuparme más por los detalles de las lecciones. El trabajo ya estaba hecho y otro día de estudio sólo aumentaría mi inseguridad. Ahora tenía un pasatiempo para olvidar mis exámenes.

Me arrodillé y levanté suavemente la cesta. Permanecía inmóvil, mirándome. Introduje mi mano. Se dejó atrapar. Lo extraje con delicadeza, sintiendo los pálpitos de su corazón. Tenía los ojos enrojecidos y permanecía con su pico abierto, jadeando. Entonces me di cuenta de que la tinta de los papeles de periódico le irritaba. Parecía muy asustado y se había cagado varias veces.

Lo deposité en el suelo. La cocina no tenía demasiados escondrijos y dejarlo libre en aquellas condiciones no parecía arriesgado; estaba asustado y abatido y supuse que no volaría. Lo toqué con el dedo, empujándolo varias veces para comprobar su reacción. Ni se movió. Sólo jadeaba y observaba.

Arranqué todo el papel de la cesta, descartándola. Lo introduje en la caja de los puros. Unas cuantas cagadas más no importaban. Me fui a la cama.

Al día siguiente, a las diez de la mañana, ya tenía una jaula y dos cajas de alpiste. Cogí el taladro e instalé dos escarpias en la terraza. Colgué la jaula, con su canario dentro, y me pareció que se sentía alegre en su nuevo hogar. Saltaba de un palo a otro, se bajó a comer y a beber y di por seguro que a partir de entonces permanecería conmigo.

A eso del mediodía, sonó el timbre. Era un vecino que me preguntó sobre un pájaro que se le había escapado. Le dije que no sabía nada al respecto. Cerré la puerta y sonreí.

Mi examen no pudo ir mejor. De regreso a casa, lo primero que hice fue saludar a Pelucho. Mis regresos de las clases eran mucho más esperanzadores, con aquella mascota esperándome.

Cada mañana, antes de las clases, colgaba su jaula en la terraza. A mi regreso, en la tarde noche, la descolgaba y la metía en la cocina, junto al radiador. Entonces recogía su cabeza entre las plumas y dormía apoyado sobre una pata. Limpiaba su jaula a diario y rellenaba sus recipientes con agua y alpiste. Pero Pelucho no cantaba. Solía sacarlo de la jaula para jugar con él. Sin embargo, apenas se movía y no piaba; ni siquiera hacía intentos por retomar el vuelo. Al principio imaginé que era debido a su nueva situación, pero con el paso del tiempo terminé por asimilarlo.

A mediados del otoño observé que Pelucho se deterioraba. Poco tenía que ver con aquel hermoso ejemplar que una noche de verano volara hasta mi terraza. Sus plumas estaban desordenadas y sucias y su cola recortada. Se había quedado completamente calvo y el veterinario me recetó unas gotas que mezclaba con el agua. Me dijo que debía alejarlo del radiador, y que no cantaba porque era hembra. Pelucho no cantaría jamás, y ni siquiera su nombre parecía apropiado.

A pesar de mis cuidados y de toda la atención prestada, Pelucha continuaba perdiendo plumaje. Pronto se transformó en un minúsculo pedazo de carne pálida con multitud de puntos negros y dos ojos enormes. Su vientre se hinchó y un prominente edema deformó su aparato genital, transformándolo en un anillo enrojecido y sanguinolento.

No sabía muy bien qué hacer con ella. Me había decepcionado, sin duda, y yo a ella. Supuse que moriría pronto, ya que parecía muy enferma, y comencé a descuidarla. Debía quedarle poco tiempo, y aunque no quería contagiarme de su infección, continué alimentándola con el alpiste y la lechuga, mezclando las gotas que me recetó el veterinario con el agua… hasta que dejé de hacerlo.

Transcurrieron varias semanas y mi canario tenía peor aspecto. A pesar de todas aquellas enfermedades, una extraña fuerza la mantenía con vida. Parecía en las últimas, sólo era cuestión de tiempo.

Pelucha era muy sucia. Las hojas de lechuga que picoteaba se iban secando y mezclándose con las cáscaras del alpiste y las heces, que se le adherían en las uñas de las patas, conformando unas endurecidas costras que resonaban cuando saltaba de un palo a otro de la jaula. Un día me percaté de que le faltaba un dedo. Supuse que una de esas costras se le habría enredado entre los barrotes. Pero Pelucha no hablaba. Tampoco cantaba.

Comencé a olvidarme de rellenar sus recipientes de comida, quizá a propósito. Cada mañana le colgaba entre los barrotes un par de hojas de lechuga. Le gustaba la lechuga, y así no tenía que limpiar ni tocar los recipientes, ni siquiera la jaula. A pesar de que jamás hubiese cantado ni alzado el vuelo, a pesar de haberse transformado en un cuerpo infecto y agónico cuyo inminente desenlace ansiaba, la alimentaba cada día.

El nivel de los residuos crecía. Las cáscaras de alpiste, la lechuga y las heces conformaban una sólida estructura. Hacía meses que no metía la jaula en la cocina por las noches y sobrepasaba los dos kilos de peso. Pelucha había perdido todo su plumaje y sólo acercarme a su jaula me producía náuseas.

Me sentía decepcionado. Había hecho de mi ilusión un fracaso, y no contenta con ello había transformado mi terraza en un basurero. El nivel de estiércol alcanzaba la mitad de la jaula, pero ella continuaba en su afán por ensuciar, con tal de fastidiarme. Estaba pelada y esquelética, con la totalidad de su piel recubierta por puntos negros apostillados, con el vientre inflamado y brillante, las uñas de sus patas retorcidas y cubiertas de heces endurecidas, a causa de las cuales había perdido varios dedos. Pero se negaba a sucumbir. Pelucha sólo pensaba en sí misma.

Una infección prosperó en sus ojos. Se le hincharon tanto, que parecían dos pelotas amoratadas. Más tarde, perdió la visión de un ojo como resultado de la misma. Su pupila era blanca y cuando se ponía de perfil, el del ojo ciego, me divertía moviendo mi mano, acercándola y alejándola con rapidez. ¡Ni se enteraba! Repetía lo mismo por su lado bueno y se recogía asustada. ¡Pelucha estaba viva! La despreciaba con todas mis fuerzas. Mi bello canario era un monstruo.

Una mañana dejé abierta la puerta de su jaula. Por la noche continuaba allí. Pelucha no parecía dispuesta a ponérmelo fácil. Pretendía martirizarme y haría lo que fuese con tal de lograrlo.

El volumen de estiércol aumentaba, a pesar de escaparse por la puerta de la jaula. Pero llegó un momento en el que hizo techo. Pelucha se buscó un rincón y desde entonces permaneció contra los barrotes, aplastada por sus propios residuos, en el frontal de la jaula. Ya no era más que un pellejo arrugado y retorcido, apenas reconocible, aunque su pico y el vientre por el que expulsaba las heces, todavía eran visibles entre los barrotes.

A menudo pensaba sobre aquel pájaro. Sabía que aquello no duraría mucho. En cualquier momento la encontraría rígida y todo terminaría. Esperaba aquel momento con impaciencia.

Transcurrían los días, las semanas y los meses... Pelucha seguía comiendo la lechuga que yo le colgaba. Deseaba su muerte. Sin embargo, cada mañana su corazón latía entre los barrotes. Me atormentaba la idea de que Pelucha pretendiera sobrevivirme.

Una fría mañana la encontré muerta. Su corazón, hinchado y amoratado, había dejado de latir.

Abrí una bolsa de basura e introduje la jaula con Pelucha en su interior. Pesaba varios kilos.

—Asunto concluido —suspiré.


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«Accidente en la fábrica de chorizos», un libro de Rafael Moriel

«Mi bello canario» es un relato perteneciente al libro de relatos "Accidente en la Fábrica de Chorizos", escrito por Rafael Moriel y disponible en papel de tapa blanda y ebook.


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