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martes, 8 de diciembre de 2015

El Tercer Premio





En un mundo que mayormente publica a los vips asiduos a programas de telebasura, el tercer premio literario adquiere, si cabe, mayor importancia. Y es que, la literatura ha perdido hace ya mucho tiempo, el sentido intelectual que le otorgaba un verdadero sentido.

El tercer premio literario supone, en muchos casos, la novedad. La innovación, el sentimiento y «el granito de arena» sólo pueden venir desde un lugar que no está de moda. En un mundo en el que la mayoría de los certámenes literarios resultan fraudulentos y las publicaciones literarias tan sólo buscan una cifra de ventas, el tercer premio es la auténtica esperanza.

Mentiría si dijera que no me hubiera gustado que me otorgasen el primer premio, en aquellos certámenes literarios a los que me presenté, y en los que fui premiado. Sin embargo, estoy seguro de que mi mejor premio se corresponde con el tercer puesto. Y también soy el tercero, tras mis dos hermanas.

La novedad es nuestra. La originalidad y el progreso, el honesto descubrimiento. Y quizá el aislamiento, como diría Charles Bukowski... nuestro gran premio. ¡Quién sabe!

Atentamente:
Rafael Moriel

lunes, 16 de noviembre de 2015

¿Qué es eso de ser escritor?





El oficio de escritor no tiene porqué limitarse a la publicación de libros literarios, siguiendo los cánones establecidos.

La mayoría de escritores se encuentran con muchas dificultades a la hora de publicar su obra, e incluso la mayoría de ellos no logra publicarla jamás.

Sin embargo, actualmente el oficio de escritor está más vivo que nunca, si uno se detiene a pensarlo por un momento: se puede ser escritor dedicándose a la publicidad (incluido el marketing). La traducción, la redacción de cualquier tipo de documentación, el oficio de documentalista, el periodismo, etc. Hay muchos oficios en los que se puede escribir, y se vive de ello.

Otra tema muy diferente es hablar de géneros literarios, fomentar la ficción o no, etc., etc.

Atentamente:
Rafael Moriel

viernes, 24 de julio de 2015

«Accidente en la Fábrica de Chorizos»: Un Libro de Rafael Moriel

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Accidente en la Fábrica de Chorizos,
un libro de Rafael Moriel

Ya está disponible el libro "Accidente en la Fábrica de Chorizos", en papel y versión ebook.


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Índice de Textos y Vídeos Promocionales

A través de los siguientes enlaces es posible leer y escuchar algunos textos contenidos en el libro «Accidente en la Fábrica de Chorizos»:

1-Vídeos Promocionales
2-Tintes de Tristeza y el kit de 30 €
3-Mi Bello Canario
4-El Cuarto del Abuelo


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1-Vídeos Promocionales









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2-Tintes de Tristeza y el kit de 30 €

Fue a raíz de que se preguntara el porqué de su hábito circunspecto, cuando cayó en la cuenta de que la tristeza le era intrínseca. Ella conformaba su episodio más repetido e inmediato y él la reprimía, aparentando mostrar una imagen que ocultara su natural desconsuelo. Ésa parecía ser la clave de su compostura.

Frente a aquella revelación y por un instante, Louis deseó olvidarse de sí mismo y tras cerrar los ojos se imaginó renaciendo bajo la piel de otro hombre, como si acaso la vida le brindara una segunda oportunidad. Sus ojos parpadearon y entonces pudo verse bajo la apariencia de Dave, un amigo con el que esa misma tarde había tomado café. Louis se recreó en la sonrisa de su amigo, bajo unas anchas y pobladas cejas negras. Su nuevo aspecto lucía informal, con el cabello engominado, alegre e idealista. Incluso caminaba más erguido, ataviado en unos tejanos desgastados.

Así ocurrió durante unos minutos, donde todo a su alrededor parecía tener otro aspecto. Sin embargo, la tristeza continuaba ahí, bajo el hueso del cráneo. Louis era un poeta de mediana producción que daba tumbos por el mundillo literario, soñando figurar entre sus páginas. Pero no vivía de la poesía. Sobrevivía gracias al trabajo como operario en una cadena de producción donde su afición literaria era desconocida.

Aquel día cubrió el turno de mañana y tras comer se citó con Dave, en vista de que no era un buen día para los poemas. Tomaron café y se despidieron a eso de las cinco, tras lo cual montó en su coche y condujo hasta unos grandes almacenes, sin saber muy bien por qué.

Louis paseó por los pasillos del hipermercado, mirando los productos sobre las estanterías. Todo aquello estaba repleto de cosas: botellas de diferentes tamaños conteniendo productos diversos, galletas con multitud de sabores, chocolates de varios países con fresas y otras frutas, cajas de leche, bicicletas, ruedas de coche, libros y revistas, videojuegos, bombillas, lámparas, latas de cerveza, frutas y verduras, yogures, pizzas y quesos… Nada parecía interesarle, hasta que las vio. Aquellas mesas amontonadas en la sección de bricolaje llamaron su atención: mesas baratas donde leer el periódico o escribir una carta… Tras charlar con una dependienta del hipermercado, no se lo pensó dos veces. Cargó el paquete en el carro, se dirigió hasta la zona de cajas, pagó con su tarjeta de crédito y lo tumbó en el maletero del coche, tras lo cual condujo varios kilómetros por los pueblos de alrededor sin saber muy bien por qué, acaso como cuando había entrado en el hipermercado.

Una vez en casa, encendió un cigarrillo y se arrojó sobre el sofá, cambiando una y otra vez los canales del televisor. Al rato bajó al coche y cargó con la caja que contenía la mesa. La subió a casa y buscó un metro, comprobando las dimensiones de los espacios libres, hasta buscarle un rinconcito en el estudio. Decidido, conformó la mesa con los tornillos y las herramientas que incorporaba; recogió los plásticos y los cartones de embalaje, barrió el suelo y suspiró al comprobar lo bien que lucía aquella mesa. Aquel rincón había reclamado una mesa así durante años y Louis no se había dado ni cuenta; muchas desgracias humanas eran la misma cosa o algo parecido.

El estudio de Louis albergaba otra mesa de madera. Sin embargo, ésta le parecía especial: se trataba de una mesa de kit, un chollo por 30 €. Le hubiese gustado estrenarla escribiendo un poema. Era esa misma frustración de quien aguarda las vacaciones para llevar a cabo algo que ansía, y llega el momento y enferma o se deprime, o simplemente no empieza por el principio. Y allí estaba Louis, con tiempo para los poemas y privado de inspiración, deseando escribir lo primero que se le ocurriera e incapaz de comenzar.

A lo mejor me vendría bien un whisky, pensó. La luz del flexo y el whisky con los hielos, eso crea ambiente. Retomó la contemplación de su escritorio, preguntándose cuántas mesas podría haber comprado con todo el dinero que a lo largo de su vida se había gastado en whisky. Por un instante no supo a ciencia cierta a qué venía aquello. ¿Por qué bebía Louis? ¿Por qué la gente se esforzaba tanto y el mundo evolucionaba tan poco? Descorrió la cortina de la ventana y todas aquellas mesas de 30 € se le representaron en el aparcamiento de enfrente. Lo mejor sería regalarlas, pensó. La gente tendría una mesa sobre la que escribir su poema. Todo el mundo debería hacerlo.

Un pitido del teléfono móvil lo devolvió al mundo real: bip, bip... Las mesas desaparecieron. Sólo había coches: rojos, verdes, coches metalizados grandes y pequeños, de dos y cuatro puertas. La gente bebía en ocasiones, la gente pagaba un coche de vez en cuando; otras veces la gente no sabía qué hacer.

Louis corrió la cortina y se rascó la cabeza. Se dirigió hacia el tocadiscos, sobre el que descansaban un paquete de Lucky Strike y un encendedor azul. Contó los cigarrillos y extrajo uno. ¡Cuántas cosas se podían hacer sobre aquella mesa! Una mosca gorda se posó sobre el flexo. Se miraron. Louis tenía poco que ofrecer con su aspecto tan serio. La tristeza daba mucho de sí, pero la mosca era inquieta y no le dio una oportunidad. Despegó emitiendo un zumbido, entretanto Louis la observó marchar. No estaba mal eso de volar, pero sabía que él no lo lograría. Entonces se sentó frente a su escritorio: treinta euros, brillante, con olorcito a madera. Encendió el cigarrillo y chupó una calada. La luz del flexo hacía guiños a intervalos y el humo parecía azulado. Afuera, la gente caminaba en busca de cosas.

Alargó su brazo para coger el mando a distancia y encendió el televisor. Su tristeza arraigada lo acarició entonces. Louis se dejó querer. Lo cierto es que había algunas cosas que no lograba entender: ¿por qué el público de los programas que emitían por televisión aplaudía de aquel modo tan absurdo en los intermedios de publicidad? ¿Por qué los presentadores decían tantas tonterías, mintiendo y gesticulando como energúmenos? Ni siquiera entendía por qué había comprado aquella mesa de kit por 30 €. Todo eran dudas… Y entonces recordó a la muchacha que le había atendido en el hipermercado; sin duda alguna era lo mejor que le había ocurrido en todo el día:

Louis caminaba por entre los pasillos con su carro vacío, buscando algo para llenarlo. Se detuvo frente a todas aquellas mesas de kit, cuando ella se acercó y tras dirigirse a él, charlaron amablemente y le desembaló la mesa, mostrándole las piezas y el cajoncito que incorporaba. La muchacha se movía con gracia y se pilló un dedo que luego se chupaba, ligeramente refunfuñando. «Si no te gusta, guardas el ticket y te devolvemos el dinero», le dijo. ¡Era tan esperanzador encontrar algo humano entre tanta gente! Todo el mundo debería casarse con las dependientas de los hipermercados. Los presidentes deberían haber trabajado como cajeros; si acaso hubieran fregado portales estarían más cerca de la realidad. El mundo entero lo agradecería.

La mesa era simple. Acercó una silla, tomó un bolígrafo y un folio y escribió su poema de un tirón.

Solo

Azul
rojo y negro
Jazz.

Hay un par de cuadros colgados por ahí.
En uno puede verse a un guardia borroso
entretanto una pareja se abraza.
Todas mis cosas están aquí. Hay bolígrafos, discos y cables.
Así es mi habitación.
Nadie puede verla ahora.


Louis pensó que aquel poema era uno de los peores que había escrito jamás. Lamentable y autocompasivo. La mosca se posó sobre el flexo. Era horrible. Tenía trozos azules. Se miraron cara a cara hasta que retomó el vuelo. Louis decidió darle otra oportunidad; cualquiera la merece, pensó. Rompió su poema y lo arrojó a la papelera. Apagó el televisor, se levantó de la silla y entreabrió la ventana para dejar que el insecto escapara. Había algunas luces encendidas en el bloque de enfrente. Entonces imaginó a una vecina cualquiera en su cocina, preparando la cena, quizá cubierta por una ligera bata y unos pechos enormes envueltos en un sujetador blanco liso. Louis olisqueó con los ojos cerrados todos los pechos y los geles y los suavizantes de sus vecinas. Olían bien. Dejó la ventana y se sentó frente a su nueva mesa de escritorio, que había comprado sin saber muy bien por qué.

Jugueteó con el bolígrafo. Era anaranjado y transparente, de propaganda. El bolígrafo le pareció odioso, pues aún no era capaz de escribir directamente con el ordenador y le ponía nervioso apretar las teclas con apenas dos dedos y su sombra proyectándose sobre el teclado. Retomó los cigarrillos: quedaban tres. Extrajo uno y ya sólo quedaban dos. Mañana dejaré de fumar, pensó. Cogió la prensa. «Todo el mundo debería tener una mesa así», pensó. Abrió el periódico y pasó una tras otra, sus páginas. «ADIÓS AL GORILA ARTISTA», figuraba de cabecera en la última página del diario. Michael, «el gorila artista», había fallecido a los veintisiete años, de un fallo cardíaco. Michael se comunicaba con los humanos a través del lenguaje de los signos. Entendía palabras en inglés y prestaba atención a las interpretaciones musicales y a las obras de arte. Michael, el primate que coloreaba lienzos, había muerto ayer.

Louis detuvo su mirada en la fotografía de Michael pintando una acuarela. La imagen del gorila le transmitió una cierta melancolía; su misma tristeza arraigada, fluía con la lentitud de un pedo sin ruido a través de la última de las páginas de aquel diario, con la foto del gorila pintor. La tristeza se encontraba presente en cada uno de los pliegues que conformaban las carnes arrugadas de aquel animal. Sintió compasión de la bestia, al advertir la forma de su cráneo. Era ridículo. Deforme, como un balón de rugby. Se le ocurrió entonces que si todo el mundo pintara cuadros y prestara atención a las interpretaciones musicales y a las obras de arte, quizá si todo el mundo tuviese una mesa de kit de 30 € sobre la que escribir un poema, quizá él no fuera una persona tan seria y el público de los programas que emitían por televisión no aplaudiría todas aquellas mentiras y los presentadores no serían tan idiotas.

Dobló el periódico, depositándolo sobre la mesa. Era la hora de cenar. La horrible mosca con trozos azules había aprovechado su oportunidad. Louis cerró la ventana y apagó la luz.

Es una buena mesa, pensó. Sin duda alguna que prometía.

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3-Mi Bello Canario

Fumaba en la terraza y ya era de noche. Había estado todo el día estudiando para los exámenes y me apeteció echar un cigarrillo al aire libre. Entonces y entre la oscuridad, un aleteo llamó mi atención. Se trataba de algo pequeño y rápido que revoloteaba, procedente de algunos pisos más arriba.

Quedé inmóvil al comprobar que se trataba de un pajarillo, de color blanco a primera vista. Su revoloteo cesó al posarse en el saliente de la terraza, más allá de la barandilla. Me moví tan lentamente como pude, acercándome. Me miraba. Entonces abrí mis manos, y lo atrapé. Esperaba que hubiese echado a volar, o al menos que se resistiera al atraparlo. Pero no fue así. Pude sentir su caliente cuerpecillo como algo sensible y delicado entre mis manos.

Entré en la cocina y me puse manos a la obra. No tenía jaula. Estuve discurriendo cómo improvisar algo, y allí estaba la cesta de las patatas, metálica y enrejada. Mantuve al pájaro atrapado con una mano y volqué la cesta con las patatas, propinándole un par de golpes para desprender la suciedad, depositándola invertida sobre el suelo: cuatro paredes y un techo, con barrotes y todo. Sin embargo, aquel pajarillo, un hermoso canario, elegante y alargado, era demasiado delgado en comparación con el espacio libre entre los barrotes.

Corrí hasta el salón. En el primer cajón del mueble chino siempre estuvo la caja de puros que mi tío Domingo, el marinero, nos trajo de uno de sus viajes. La abrí con una mano y volteé los puros, introduciendo al pajarillo. Regresé a la cocina y recubrí toda la cesta con papel de periódico agujereado. Me hice con un par de tapas de botes de conserva y las introduje, con agua y migas de pan, bajo la cesta empapelada. La jaula estaba lista y la cena servida. Sólo faltaba el canario.

Abrí la caja de los puros, introduciendo mi mano en ella. Ni se movió. Arrinconado, se había cagado y me observaba, con los ojos abiertos todo lo más que podía. Sentí compasión de él. Tapé con mi mano la boca de la caja, dejando entre mis dedos el espacio suficiente para observarlo con detalle. Los pájaros son muy rápidos y aunque buscara un hueco por el que escapar, no le daría esa oportunidad. Nos observamos largo rato. Su plumaje era de un hermoso amarillo claro, tornando grisáceo y blanquecino en los extremos de sus alas.

Lo atrapé sin que opusiera resistencia. Levanté la cesta y lo introduje por debajo de ésta, depositándolo sobre el suelo. Cené en la cocina, a su lado. No hizo el más mínimo ruido.

Fregué mi plato y cerré los libros. Acostumbraba a guardarlos uno o dos días antes del examen, y decidí no preocuparme más por los detalles de las lecciones. El trabajo ya estaba hecho y otro día de estudio sólo aumentaría mi inseguridad. Ahora tenía un pasatiempo para olvidar mis exámenes.

Me arrodillé y levanté suavemente la cesta. Permanecía inmóvil, mirándome. Introduje mi mano. Se dejó atrapar. Lo extraje con delicadeza, sintiendo los pálpitos de su corazón. Tenía los ojos enrojecidos y permanecía con su pico abierto, jadeando. Entonces me di cuenta de que la tinta de los papeles de periódico le irritaba. Parecía muy asustado y se había cagado varias veces.

Lo deposité en el suelo. La cocina no tenía demasiados escondrijos y dejarlo libre en aquellas condiciones no parecía arriesgado; estaba asustado y abatido y supuse que no volaría. Lo toqué con el dedo, empujándolo varias veces para comprobar su reacción. Ni se movió. Sólo jadeaba y observaba.

Arranqué todo el papel de la cesta, descartándola. Lo introduje en la caja de los puros. Unas cuantas cagadas más no importaban. Me fui a la cama.

Al día siguiente, a las diez de la mañana, ya tenía una jaula y dos cajas de alpiste. Cogí el taladro e instalé dos escarpias en la terraza. Colgué la jaula, con su canario dentro, y me pareció que se sentía alegre en su nuevo hogar. Saltaba de un palo a otro, se bajó a comer y a beber y di por seguro que a partir de entonces permanecería conmigo.

A eso del mediodía, sonó el timbre. Era un vecino que me preguntó sobre un pájaro que se le había escapado. Le dije que no sabía nada al respecto. Cerré la puerta y sonreí.

Mi examen no pudo ir mejor. De regreso a casa, lo primero que hice fue saludar a Pelucho. Mis regresos de las clases eran mucho más esperanzadores, con aquella mascota esperándome.

Cada mañana, antes de las clases, colgaba su jaula en la terraza. A mi regreso, en la tarde noche, la descolgaba y la metía en la cocina, junto al radiador. Entonces recogía su cabeza entre las plumas y dormía apoyado sobre una pata. Limpiaba su jaula a diario y rellenaba sus recipientes con agua y alpiste. Pero Pelucho no cantaba. Solía sacarlo de la jaula para jugar con él. Sin embargo, apenas se movía y no piaba; ni siquiera hacía intentos por retomar el vuelo. Al principio imaginé que era debido a su nueva situación, pero con el paso del tiempo terminé por asimilarlo.

A mediados del otoño observé que Pelucho se deterioraba. Poco tenía que ver con aquel hermoso ejemplar que una noche de verano volara hasta mi terraza. Sus plumas estaban desordenadas y sucias y su cola recortada. Se había quedado completamente calvo y el veterinario me recetó unas gotas que mezclaba con el agua. Me dijo que debía alejarlo del radiador, y que no cantaba porque era hembra. Pelucho no cantaría jamás, y ni siquiera su nombre parecía apropiado.

A pesar de mis cuidados y de toda la atención prestada, Pelucha continuaba perdiendo plumaje. Pronto se transformó en un minúsculo pedazo de carne pálida con multitud de puntos negros y dos ojos enormes. Su vientre se hinchó y un prominente edema deformó su aparato genital, transformándolo en un anillo enrojecido y sanguinolento.

No sabía muy bien qué hacer con ella. Me había decepcionado, sin duda, y yo a ella. Supuse que moriría pronto, ya que parecía muy enferma, y comencé a descuidarla. Debía quedarle poco tiempo, y aunque no quería contagiarme de su infección, continué alimentándola con el alpiste y la lechuga, mezclando las gotas que me recetó el veterinario con el agua… hasta que dejé de hacerlo.

Transcurrieron varias semanas y mi canario tenía peor aspecto. A pesar de todas aquellas enfermedades, una extraña fuerza la mantenía con vida. Parecía en las últimas, sólo era cuestión de tiempo.

Pelucha era muy sucia. Las hojas de lechuga que picoteaba se iban secando y mezclándose con las cáscaras del alpiste y las heces, que se le adherían en las uñas de las patas, conformando unas endurecidas costras que resonaban cuando saltaba de un palo a otro de la jaula. Un día me percaté de que le faltaba un dedo. Supuse que una de esas costras se le habría enredado entre los barrotes. Pero Pelucha no hablaba. Tampoco cantaba.

Comencé a olvidarme de rellenar sus recipientes de comida, quizá a propósito. Cada mañana le colgaba entre los barrotes un par de hojas de lechuga. Le gustaba la lechuga, y así no tenía que limpiar ni tocar los recipientes, ni siquiera la jaula. A pesar de que jamás hubiese cantado ni alzado el vuelo, a pesar de haberse transformado en un cuerpo infecto y agónico cuyo inminente desenlace ansiaba, la alimentaba cada día.

El nivel de los residuos crecía. Las cáscaras de alpiste, la lechuga y las heces conformaban una sólida estructura. Hacía meses que no metía la jaula en la cocina por las noches y sobrepasaba los dos kilos de peso. Pelucha había perdido todo su plumaje y sólo acercarme a su jaula me producía náuseas.

Me sentía decepcionado. Había hecho de mi ilusión un fracaso, y no contenta con ello había transformado mi terraza en un basurero. El nivel de estiércol alcanzaba la mitad de la jaula, pero ella continuaba en su afán por ensuciar, con tal de fastidiarme. Estaba pelada y esquelética, con la totalidad de su piel recubierta por puntos negros apostillados, con el vientre inflamado y brillante, las uñas de sus patas retorcidas y cubiertas de heces endurecidas, a causa de las cuales había perdido varios dedos. Pero se negaba a sucumbir. Pelucha sólo pensaba en sí misma.

Una infección prosperó en sus ojos. Se le hincharon tanto, que parecían dos pelotas amoratadas. Más tarde, perdió la visión de un ojo como resultado de la misma. Su pupila era blanca y cuando se ponía de perfil, el del ojo ciego, me divertía moviendo mi mano, acercándola y alejándola con rapidez. ¡Ni se enteraba! Repetía lo mismo por su lado bueno y se recogía asustada. ¡Pelucha estaba viva! La despreciaba con todas mis fuerzas. Mi bello canario era un monstruo.

Una mañana dejé abierta la puerta de su jaula. Por la noche continuaba allí. Pelucha no parecía dispuesta a ponérmelo fácil. Pretendía martirizarme y haría lo que fuese con tal de lograrlo.

El volumen de estiércol aumentaba, a pesar de escaparse por la puerta de la jaula. Pero llegó un momento en el que hizo techo. Pelucha se buscó un rincón y desde entonces permaneció contra los barrotes, aplastada por sus propios residuos, en el frontal de la jaula. Ya no era más que un pellejo arrugado y retorcido, apenas reconocible, aunque su pico y el vientre por el que expulsaba las heces, todavía eran visibles entre los barrotes.

A menudo pensaba sobre aquel pájaro. Sabía que aquello no duraría mucho. En cualquier momento la encontraría rígida y todo terminaría. Esperaba aquel momento con impaciencia.

Transcurrían los días, las semanas y los meses... Pelucha seguía comiendo la lechuga que yo le colgaba. Deseaba su muerte. Sin embargo, cada mañana su corazón latía entre los barrotes. Me atormentaba la idea de que Pelucha pretendiera sobrevivirme.

Una fría mañana la encontré muerta. Su corazón, hinchado y amoratado, había dejado de latir.

Abrí una bolsa de basura e introduje la jaula con Pelucha en su interior. Pesaba varios kilos.

—Asunto concluido —suspiré.


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4-El Cuarto del Abuelo

El olor del cuarto del abuelo llega hasta los ascensores.

Pilar, la madre de Juana, camina deprisa hacia el cuarto de baño, con la botella del pis del abuelo, todavía caliente, entre sus manos.

—¡Mamá! ¡Que no basta con pasarla por el chorro del grifo! ¡Lávala con un poco de lejía, que hay que desinfectar! —exclama Juana.

Alejandro, su hermano pequeño, observa apoyado sobre el quicio de la puerta, con el anorak puesto: el mobiliario del cuarto del abuelo es muy anticuado; las paredes están recubiertas de un papel pintado que repite un engorroso decorado circular y toda la casa parece impregnada de un intenso olor a anciano. A la derecha hay un armario ropero enorme y al fondo descansa el abuelo, tendido en la cama. Su rostro amarillento asoma entre las sábanas blancas, con una amarga expresión, frunciendo el ceño, entretanto unas diminutas gotas de sudor fluyen a través de sus poros.

—¿Qué hora es?

—¡Las siete, abuelo! —responde su nieta Juana, desde el pasillo.

—¡Ay Dios!, ¡ay Dios!...

Alejandro entra en la habitación, deteniéndose frente al abuelo. Allí lo observa en silencio, ligeramente boquiabierto:

A su izquierda se alzan dos enormes bombonas de oxigeno blancas. Una de ellas está conectada a un largo tubo que rodea la cabecera de la cama, alimentando a una mascarilla azulada que descansa sobre la mesilla, mellada por decenas de cigarrillos que dejaron su huella imborrable. También hay algunas cajas de pastillas y varios comprimidos de diferentes tamaños, las gafas y la dentadura del abuelo, sumergida en un vaso de agua con un rastro blanquecino en niveles sucesivos.

El abuelo no se encuentra bien. Siempre está en la cama, rodeado de tubos, y se queja, se queja tanto que resulta bochornoso. Alejandro detiene su mirada en los comprimidos de colores. Alarga su mano para poder tocarlos, cuando su madre irrumpe en el dormitorio.

—¡Ala!, ¡vete a jugar un rato, que enseguida nos vamos! —le dice, dirigiéndolo hacia la puerta.

Alejandro entra en la cocina. Al verle, el canario del abuelo salta de un palo a otro de la jaula, piando con vehemencia. Su madre, agitada como una gaseosa, corretea de un lado para otro limpiando el polvo, canturreando con un bote de spray en una mano y un trapo en la otra, frotando los muebles. Después coge una palangana con agua y se arrodilla en el suelo, frotándolo enérgicamente con un trapo húmedo, moviendo su enorme trasero. El olor de su sudor mezclado con el del cuarto del abuelo llega hasta Alejandro, que introduce su dedo índice entre los barrotes de la jaula.

—¿Qué hora es?

—¡Las siete y cuarto, abuelo!

—¿Qué hora es?

—¡Estése tranquilo, que no tiene ninguna prisa hasta la hora de cenar! —responde Juana desde el cuarto de baño.

—¡Ay Dios!, ¡ay Dios!... —se queja el abuelo.

El canario se muestra muy excitado, entretanto Alejandro mueve su dedo para hacerle rabiar. La abuela murió hace un par de años y aquel pájaro es el único que le hace algo de caso en aquella casa, revoloteando y posándose sobre los palos y los barrotes de la jaula. Alejandro se dirige al frutero y coge un racimo de uva blanca del que arranca un grano, que incrusta entre los barrotes.

—¡Ay Dios!, ¡ay Dios!...

—¡Has terminado con el baño? —grita la madre desde el pasillo.

—¡Sí, mamá! ¡Cuando quieras nos marchamos! —responde Juana desde el baño.

—¡Ay Dios!, ¡ay Dios!...

La madre de Alejandro se apresura a recoger todos los útiles y los productos de limpieza. Se mueve rápidamente de un lado a otro de la casa, abriendo y cerrando puertas de armarios, hasta que finalmente se detiene frente al espejo del baño: allí ajusta su ropa y tras retocarse el peinado con las manos, se apresura hasta el colgador del hall, donde descuelga su abrigo y se envuelve con él.

—¡Vámonos, que se hace tarde! —exclama, con cierta prisa.

Juana y Alejandro se despiden primero. La madre besa la frente del abuelo y justo antes de desaparecer por la puerta, se gira para verlo de nuevo. Entonces, el abuelo le hace un gesto y ella se acerca. Él le susurra unas palabras al oído y ella abre el cajón de la mesilla, sacando un caramelo, que desenvuelve e introduce en su boca.

—¡Chúpelo despacio, padre, no se vaya a atragantar! —le dice, alargando las palabras. El abuelo sonríe y su hija le besa de nuevo.

—Muaaakksssssss.

—¡Mamaaaaá! ¡Que no le des caramelos al abuelo! ¿Cuántas veces tengo que decírtelo? ¡Los caramelos tienen mucha azúcar y no tienen efectos beneficiosos para los pulmones! ¡Abuelo, que no debe comer caramelos, que eso no es bueno para usted! ¡Que cualquier día se nos atraganta!—grita Juana indignada, y el abuelo sonríe. Se siente como un niño regañado y le gusta. Es agradable observar el rostro de su nieta, hablándole con tanta decisión. Sin duda, ha heredado el temperamento de la sangre que recorre sus venas.

La puerta se cierra tras de sí. Frente a los ascensores, Alejandro se coge de la mano de su madre. Todavía se puede percibir el olor del cuarto del abuelo en las escaleras.

Dos días más tarde visitan de nuevo la casa. En esta ocasión, la madre de Alejandro y dos de sus hermanas se esmeran en realizar la compra, preparar la comida y realizar los quehaceres de la casa del abuelo, que ya sólo se levanta de la cama para sentarse un rato a duras penas. Las tías de Alejandro también han traído a sus hijos y los han encerrado en un dormitorio vacío para que no alboroten.

La tarde transcurre lenta para los niños, que corretean por la habitación. Alejandro odia aquel cuarto frío, repleto de cajas apiladas, apenas iluminado por una bombilla en el techo. Para él es un lugar sombrío y pegajoso donde su madre y sus tías acostumbran a encerrarlos, ordenándoles que no abran la puerta. Su primo Juan Carlos corre en círculos, imitando el ruido de una moto, entretanto Iñigo arroja una y otra vez su pelota de tenis contra la pared. Los otros dos niños, Jorge y Fernando, no paran de empujarse y gritar. Alejandro odia aquel cuarto y sus primos han estado a punto de tirarlo al suelo en varias ocasiones; él sólo desea salir de allí lo antes posible. Se acerca hasta la puerta, abriéndola y asomándose, respirando el fuerte olor del cuarto del abuelo:

Juana corretea de un lado a otro de la casa, tirando cosas a la basura y amontonando ropa vieja sobre una silla. En ese instante, descuelga el reloj de pared del cuarto del abuelo y lo mira detenidamente, susurrando algunas palabras y negando con su cabeza. El reloj se detuvo hace meses y el abuelo ni siquiera puede verlo, con su vista cansada. Sin embargo, el abuelo lo mira cada cierto tiempo y pregunta la hora.

—¿Qué hora es? —Pregunta.

—¡Siempre preguntando la hora!… ¿Qué prisa tendrá? —susurra Juana.

—¿Qué hora es?

—¡Pero qué más le dará a usted! —responde Juana.

—¡Ay Dios!, ¡ay Dios!...

Juana se dirige a la cocina, con el reloj. Después se escucha un golpe y sale de nuevo para continuar sus labores. Alejando cierra suavemente la puerta y corre hasta la cocina.

Sobre la mesa hay una baraja de cartas hinchadas y amarillentas. Alejandro la coge entre sus manos y juguetea con los naipes, observando el reloj de pared y los caramelos de menta del abuelo en el cubo de la basura.

Ya no hay reloj. Tampoco más caramelos. No eran buenos para el abuelo. Tenían azúcar y ni siquiera eran beneficiosos para sus pulmones. Las cuatro mujeres discuten en el pasillo, interrumpiéndose unas a otras: a partir de hoy, el abuelo no tomará vino durante las comidas, y sólo beberá agua antes de éstas. Tampoco comerá huevos, ni carne, ni miga de pan, ni sal, ni azúcar. Tomará un par de zumos de naranja al día y sólo comerá frutas y verduras frescas.

—A lo mejor es que algo le ha sentado mal… —sugiere la madre de Alejandro.

—¡El médico dijo estreñimiento! —replica Juana.

—¡Es que ha sangrado, maja…! ¡Y eso que el abuelo nunca ha sido estreñido! —dice la tía Loli.

—¡Lo mejor para el estreñimiento es un vaso de zumo de naranja! —le interrumpe Juana.

—¡Pero habrá que darle los sobres que le recetó el doctor! —dice la madre de Alejandro.

—¡No hace falta, mamá! ¡Yo cuando estoy estreñida tomo un zumo de naranja y se acabó el problema!… —replica Juana.

La luz de la cocina se enciende y Alejandro se asusta. Es su tía Angelines, que se dirige al frigorífico para guardar algo.

—¡Niño!, ¡vete al cuarto a jugar con tus primos que enseguida nos marchamos! —le aborda, empujándolo fuera de la cocina.

Una hora después dejan la casa. La puerta se cierra tras de sí y cuando Alejandro se coge de la mano de su madre, puede respirar el fuerte olor del cuarto del abuelo, que llega hasta los ascensores.

El abuelo falleció pocos días después. Juana dice que ya no preguntaba la hora e incluso había dejado de quejarse cada diez segundos: «¡Ay, Dios! ¡Ay, Dios!». La conducción del cadáver a través del cementerio era lenta. El cura encabezaba la marcha, con un libro abierto sobre una mano y un megáfono en la otra. Alejandro iba cogido de la mano de su madre, que lloraba. Su hermana Juana y sus dos tías también lloraban. Muchos de los presentes lo hacían. Tras una larga caminata sin prestar atención al sermón y escuchando únicamente el crujir de la gravilla bajo sus pies, llegaron hasta una tumba excavada donde aguardaba el enterrador con su pala, frente a un montón de tierra. El padre de Alejandro y tres de sus tíos tomaron la iniciativa, haciendo descender el ataúd, ayudándose de unas cuerdas.

Entonces, el cura nombró la resurrección, haciendo la señal de la cruz y pronunciando algunas frases alusivas al Apocalipsis, entretanto todos los presentes aguardaban de pie, extremadamente serios y trajeados.

Fue uno de los últimos días de primavera. La mañana era soleada y los rayos del sol refulgían en cada hoja de los matorrales, a ambos lados de las callejuelas del cementerio. El ataúd del abuelo resplandeció hasta perderse de vista, y cuando el enterrador vertió la primera palada de tierra sobre él, el sol brilló si cabe aún más. Los arbustos y las flores brillaban. Todo el cementerio relucía. El verde de los pinos era verde, los pájaros cantaban y la tierra olía a tierra.

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Atentamente:
Rafael Moriel

jueves, 23 de julio de 2015

Convencer al Lector





Si tuviera que convencer al lector, preferiría hacerlo a través de una obra extensa, y prolífica. A fin de cuentas, el legado de un escritor debe ser su obra literaria.

Hoy en día es relativamente sencillo dejarse ver por ahí y aparecer de vez en cuando, rodeado de más o menos gente interesante. También en posible publicar tu obra literaria, incluso pagando. Sin embargo, lo verdaderamente difícil es mantener una producción literaria adecuada. Al final llega un momento en el que tienes que enfrentarte con lo que quieres hacer: escribir, o simplemente juguetear.

A mi modo de ver, e independientemente de que tenga un oficio diferente y me gane la vida con ello, es necesario que alguien que se denomina poeta o escritor, fomente una obra densa y coherente con el transcurso del tiempo.

Atentamente:
Rafael Moriel

lunes, 20 de julio de 2015

El Gesto Capaz de Emocionarme





El gesto capaz de emocionarme es aquel que viene desde lo divino, y que a pesar de toda la complejidad de un enrevesado problema, se resuelve pidiendo perdón. Sencillamente.

Pedir perdón y ser perdonado engrandece al ser humano.

Decía Francisco Umbral que él sólo lloraba por emociones estéticas. El perdón, sin embargo, está muy por encima de todo esto. Comienza con un nudo en la garganta y entonces uno cae en la cuenta de que no puede resistirse.

Atentamente:
Rafael Moriel

miércoles, 8 de julio de 2015

Poesía y Prosa





Habida cuenta de la crisis en la que se encuentra sumida la literatura, hoy en día y más que nunca, es necesario que el escritor conozca y frecuente los diferentes formatos literarios, que permiten enriquecer su obra literaria y promocionar la literatura en general.

Para el escritor de vocación, la poesía o la prosa no son, en ningún caso, un motivo de disputa o cerrazón, sino la puerta hacia diferentes posibilidades creativas. El formato literario es tan sólo el punto de partida: poesía, relato, cuento, novela, cartas, etc., son algunas de las posibilidades que ofrece el noble arte de la literatura; una serie de herramientas perfectas para llevar a cabo la creación literaria, que es una disciplina perfecta para desnudarse y quizá la más transparente de todas las artes.

Utilizo la poesía para expresar sentimientos. Mi poesía es honesta y frágil, sencilla y muy directa, sin ficción. Al contrario, mis relatos están llenos de fantasía e imaginación; a través de ellos cuestiono e interpreto el mundo que veo a mi alrededor, construyendo realidades y soluciones alternativas.

Atentamente:
Rafael Moriel

lunes, 22 de junio de 2015

Literatura y Marginalidad





La relación entre literatura y marginalidad es cada día más estrecha, teniendo en cuenta que la no promoción de la literatura suele empujar al escritor a frecuentar editoriales fraudulentas, que en muchos casos terminan frustrando sus ilusiones. Es entonces cuando el escritor llega a cuestionarse si merece la pena continuar escribiendo, en un mundo de incomprensión y soledad, a merced de los timadores .

En muchos casos, la imposibilidad del escritor por publicar su obra y dejar en manos competentes la promoción de ésta, impide una correcta orientación de la carrera literaria, obligando al escritor a ejercer diversas labores secundarias que precisan de una importante inversión en tiempo y energía, como viene ocurriendo en la promoción de su obra literaria.

Por otro lado, la dificultad para lograr unos canales adecuados de ventas en el mercado actual, capaz de vender la imagen de un artista incluso antes de haber escrito su primera obra, dota a la literatura de una estela marginal, alejando cada vez más al autor de su público, inaccesible a través de los canales existentes, incluso a pesar de las ventajas de las redes sociales e Internet.

Algunos de los escollos más importantes a los que acostumbra a enfrentarse un escritor, son los siguientes:

  • La incomprensión de la actividad literaria en un mundo marcado por unos valores anti intelectuales.
  • La energía y el tiempo invertidos en una promoción que, en muchos casos, resulta frustrada.
  • La dificultad para publicar sus textos.
  • La imposibilidad de llegar al público adecuado.
  • La necesidad de mantener un sueldo digno.


Atentamente:
Rafael Moriel

jueves, 11 de junio de 2015

Shame: Obsesión Masoquista

Ficha técnica

Shame
Steve McQueen (2011)

Título: Shame
Dirección: Steve McQueen
País: Reino Unido
Año: 2011
Duración: 99 min.
Género: Drama, Erótico
Reparto: Michael Fassbender, Carey Mulligan, James Badge Dale, Nicole Beharie, Jake Richard Siciliano, Hannah Ware, Alex Manette, Chris Miskiewicz, Jay Ferraro, Anna Rose Hopkins, Eric Miller, Lucy Walters
Productora: Film4 / UK Film Council / See-Saw Films

Sinopsis

Brandon (Michael Fassbender) es un joven y apuesto neoyorquino con serios problemas para controlar su agitada vida sexual. Obsesionado con el sexo, se pasa el día viendo revistas pornográficas, contratando prostitutas y manteniendo relaciones esporádicas con solteras de Manhattan. Un día se presenta en su casa, sin previo aviso, su hermana menor Sissy (Carey Mulligan) con la intención de quedarse unos días en su apartamento...

¿Acaso una infancia desgraciada transformó al joven Brandon en un obseso sexual? ¡Quién sabe!

Su incapacidad para comunicar sentimientos y entregar amor, conducen el perfeccionismo de Brandon hacia una doble vida, abandonándose al «deseo» en sus ratos libres, y frecuentando una vida sexual muy desordenada.


Tras la visita de su hermana Sissy, Brandon le niega su amor. Sissy es una muchacha inestable, con repetidos intentos de suicidio, a quien Brandon considera un estorbo; se gana la vida cantando por los pubs y frecuenta relaciones son inestables. Tras una fuerte discusión entre ambos, Brandon se entrega a una noche de sexo y masoquismo, en la que pierde la noción del tiempo. Entretanto, Sissy intenta suicidarse, aunque finalmente es rescatada por su hermano.

Shame es una excelente visión de la incomunicación. Una película que te anclará al sofá, dejándote boquiabierto, con la duda de si el final es esperanzador,o quizá no.

Atentamente:
Rafael Moriel
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sábado, 31 de enero de 2015

Jim Morrison y The Doors

John Densmore, Robby Krieger, Jim Morrison y Ray Manzarek
(The Doors)

Los orígenes del mito de Jim Morrison se remontan hasta la contracultura de los primeros años sesenta, cuando el LSD y otras drogas fueron utilizadas con cierta inocencia, para abrir las puertas de la percepción.

Jim Morrison y Ray Manzarek se conocieron en la universidad. Compartían su afición por el blues y el cine y congeniaron tanto, que Ray se lo llevó a vivir a su apartamento. Convencido del lirismo de Morrison, Ray Manzarek lo ficha como cantante para su nueva banda, incluyendo a su compañero de meditación John Densmore como baterista, que a su vez trae a Robby Krieger para tocar la guitarra.

Jim Morrison

The Doors fue una banda heterogénea: Densmore provenía del jazz y Robby llevaba tan sólo unos mese tocando la guitarra eléctrica, con una formación en guitarra clásica de flamenco y sin utilizar la púa. Así nace The Doors: sin bajista, con unas influencias insólitas, cuatro tipos absolutamente diferentes conformando ese sonido tan característico de la banda, que a lo largo de su discografía puso de manifiesto que fueron mucho mejores músicos de lo que parecía en un principio.


En 1966 tocaron en el famoso Whisky a Go Go. Jim Morrison era muy tímido y por entonces cantaba de espaldas al público. El dueño del local lo expulsó tras interpretar The End, a causa de una estrofa conflictiva. Inmediatamente después del incidente graban su primer disco, The Doors (1967), en apenas un par de días. La banda conocía tan bien los temas, que algunas de las pistas se grabaron una sola vez.

Strange Days (1967) y Waiting for the Sun (1968) culminan en el primer desencuentro entre los miembros de la banda, al no incluir el poema musicado de Morrison, Celebration of the King Lizard, en un principio destinado a ocupar una cara entera de Waiting for the Sun.




Soft Parade (1969) supone un antes y un después: Morrison y Krieger componen sus temas por separado y Morrison acostumbra a presentarse borracho y colocado.

Ray Manzarek, que estuvo convencido de que el LSD era la clave para alcanzar la iluminación, termina alejándose de Jim Morrison, para refugiarse junto a sus compañeros, en la meditación. Morrison comienza a dudar de su futuro en la banda: se ha transformado en una bestia histriónica que nada tiene que ver con el chico tímido e introvertido de sus inicios. El público acude a sus conciertos a ver un escándalo más que a escuchar su música, y ya existen diferencias irreconcicliables entre él y el resto de los miembros de la banda.



Comienzan las detenciones de Morrison durante sus actuaciones, en las que mantiene una actitud de continua provocación. Consciente de la realidad, aunque finalmente convencido por Ray Manzarek, Jim Morrison decide darse una prórroga y continuar seis meses más con The Doors, entretanto intenta controlar su adicción a las drogas y el alcohol, enmendando su actitud. La banda actúa en recintos cada vez más grandes y el abuso del alcohol y las drogas de Morrison no cesa, abriendo un gran abismo entre él y el resto de miembros de la banda. Lejos de mejorar, Morrison parece cada vez peor.


Tras dos denuncias por exhibicionismo y lenguaje obsceno, Jim Morrison se entrega en 1969 al FBI, tras ser acusado de mostrar el pene durante un concierto. Una ola de conservadurismo e hipocresía se apodera de EEUU. La música de The Doors ya no se escucha, y Jimi Hendrix y Janis Joplin mueren a causa de sus excesos con las drogas. Entretanto la contracultura vive sus últimas días, Jim Morrison afirma que podría ser el siguiente de la lista.

Morrison Hotel (1970) supone el reencuentro de la banda con el blues. Tras grabar La Woman (1971) en poco más de una semana, Morrison se refugia en París, con la intención de recuperarse de sus problemas de salud. Allí visita a un médico, que le recomienda dejar el alcohol y los cigarrillos. Jim Morrison está gordo y escupe sangre.

Paseando por París como un completo desconocido, canta con algunos músicos callejeros que desconocen su identidad, rellenando sus cuadernos de poemas y canciones, tomando notas sin cesar. Morrison queda prendado de Père-Lachaise, sugiriendo que le gustaría reposar allí tras su muerte. Viviendo como un poeta desconocido en la ciudad de París, fallece finalmente tras esnifar una sobredosis de heroína muy pura, que su novia Pamela Courson consumía habitualmente.

Mucho se ha especulado sobre su muerte: si murió en la bañera o en un club cercano, y fue trasladado allí posteriormente... La única realidad es que su cuerpo no fue objeto de una adecuada autopsia, entre otras cosas porque fue presentado a las autoridades como un simple poeta y, al igual que ocurriera con otros artistas que murieron en circunstancias similares, las personas de su entorno pudieron ocultar algunos datos, en vista de que había sustancias ilegales de por medio. El diagnóstico final se decantó hacia el infarto. Falleció como un desconocido en un país donde había logrado pasar desapercibido, en unas fechas en las que, hasta los jueces, cogían vacaciones.


Jim Morrison fue enterrado en Père-Lachaise. Desde entonces, su tumba viene siendo un punto de encuentro para sus fans, aunque sus restos fueron finalmente retirados por su familia y descansan en un lugar desconocido, después de que la tumba hubiera sido profanada en diversas ocasiones.

The Doors musican varios poemas que Morrison grabó durante una sesión de estudio en el año 1970, bajo el título An American Prayer (1978). Se trata de un magnífico álbum homenaje a su compañero, cuyas letras son semi-autobiográficas y a veces proféticas, incluyendo desde críticas de la época hasta visiones de la vida después de la muerte.

Se cuenta que una sola palabra de Jim Morrison hubiera bastado para movilizar a millones de sus seguidores. Su padre, del que renegó quizá por ser militar y haber dirigido un contingente de portaaviones durante la guerra de Vietnam, afirmó, diez años después de su muerte: «Mi hijo poseía un genio único, que expresó sin censuras».


Puede que nuestros músicos de hoy en día no posean un aura tan seductora. Puede incluso que sean infinitamente más mediocres en sus creaciones y no aporten nada nuevo y original. Es posible que nunca experimenten el nacimiento, auge y muerte de un movimiento que cambiaría el mundo. Puede que todo esto sea cierto y mucho más, aunque al menos parecen integrar mejor sus vidas. Y eso ya es suficiente.

Atentamente:
Rafael Moriel