Tintes de Tristeza y el kit de 30€
Fue a raíz de que se preguntara el porqué de su hábito circunspecto, cuando cayó en la cuenta de que la tristeza le era intrínseca. Ella conformaba su episodio más repetido e inmediato y él la reprimía, aparentando mostrar una imagen que ocultara su natural desconsuelo. Ésa parecía ser la clave de su compostura.
Frente a aquella revelación y por un instante, Louis deseó olvidarse de sí mismo y tras cerrar los ojos se imaginó renaciendo bajo la piel de otro hombre, como si acaso la vida le brindara una segunda oportunidad. Sus ojos parpadearon y entonces pudo verse bajo la apariencia de Dave, un amigo con el que esa misma tarde había tomado café. Louis se recreó en la sonrisa de su amigo, bajo unas anchas y pobladas cejas negras. Su nuevo aspecto lucía informal, con el cabello engominado, alegre e idealista. Incluso caminaba más erguido, ataviado en unos tejanos desgastados.
Así ocurrió durante unos minutos, donde todo a su alrededor parecía tener otro aspecto. Sin embargo, la tristeza continuaba ahí, bajo el hueso del cráneo. Louis era un poeta de mediana producción que daba tumbos por el mundillo literario, soñando figurar entre sus páginas. Pero no vivía de la poesía. Sobrevivía gracias al trabajo como operario en una cadena de producción donde su afición literaria era desconocida.
Aquel día cubrió el turno de mañana y tras comer se citó con Dave, en vista de que no era un buen día para los poemas. Tomaron café y se despidieron a eso de las cinco, tras lo cual montó en su coche y condujo hasta unos grandes almacenes, sin saber muy bien por qué.
Louis paseó por los pasillos del hipermercado, mirando los productos sobre las estanterías. Todo aquello estaba repleto de cosas: botellas de diferentes tamaños conteniendo productos diversos, galletas con multitud de sabores, chocolates de varios países con fresas y otras frutas, cajas de leche, bicicletas, ruedas de coche, libros y revistas, videojuegos, bombillas, lámparas, latas de cerveza, frutas y verduras, yogures, pizzas y quesos… Nada parecía interesarle, hasta que las vio. Aquellas mesas amontonadas en la sección de bricolaje llamaron su atención: mesas baratas donde leer el periódico o escribir una carta… Tras charlar con una dependienta del hipermercado, no se lo pensó dos veces. Cargó el paquete en el carro, se dirigió hasta la zona de cajas, pagó con su tarjeta de crédito y lo tumbó en el maletero del coche, tras lo cual condujo varios kilómetros por los pueblos de alrededor sin saber muy bien por qué, acaso como cuando había entrado en el hipermercado.
Una vez en casa, encendió un cigarrillo y se arrojó sobre el sofá, cambiando una y otra vez los canales del televisor. Al rato bajó al coche y cargó con la caja que contenía la mesa. La subió a casa y buscó un metro, comprobando las dimensiones de los espacios libres, hasta buscarle un rinconcito en el estudio. Decidido, conformó la mesa con los tornillos y las herramientas que incorporaba; recogió los plásticos y los cartones de embalaje, barrió el suelo y suspiró al comprobar lo bien que lucía aquella mesa. Aquel rincón había reclamado una mesa así durante años y Louis no se había dado ni cuenta; muchas desgracias humanas eran la misma cosa o algo parecido.
El estudio de Louis albergaba otra mesa de madera. Sin embargo, ésta le parecía especial: se trataba de una mesa de kit, un chollo por 30 €. Le hubiese gustado estrenarla escribiendo un poema. Era esa misma frustración de quien aguarda las vacaciones para llevar a cabo algo que ansía, y llega el momento y enferma o se deprime, o simplemente no empieza por el principio. Y allí estaba Louis, con tiempo para los poemas y privado de inspiración, deseando escribir lo primero que se le ocurriera e incapaz de comenzar.
A lo mejor me vendría bien un whisky, pensó. La luz del flexo y el whisky con los hielos, eso crea ambiente. Retomó la contemplación de su escritorio, preguntándose cuántas mesas podría haber comprado con todo el dinero que a lo largo de su vida se había gastado en whisky. Por un instante no supo a ciencia cierta a qué venía aquello. ¿Por qué bebía Louis? ¿Por qué la gente se esforzaba tanto y el mundo evolucionaba tan poco? Descorrió la cortina de la ventana y todas aquellas mesas de 30 € se le representaron en el aparcamiento de enfrente. Lo mejor sería regalarlas, pensó. La gente tendría una mesa sobre la que escribir su poema. Todo el mundo debería hacerlo.
Un pitido del teléfono móvil lo devolvió al mundo real: bip, bip... Las mesas desaparecieron. Sólo había coches: rojos, verdes, coches metalizados grandes y pequeños, de dos y cuatro puertas. La gente bebía en ocasiones, la gente pagaba un coche de vez en cuando; otras veces la gente no sabía qué hacer.
Louis corrió la cortina y se rascó la cabeza. Se dirigió hacia el tocadiscos, sobre el que descansaban un paquete de Lucky Strike y un encendedor azul. Contó los cigarrillos y extrajo uno. ¡Cuántas cosas se podían hacer sobre aquella mesa! Una mosca gorda se posó sobre el flexo. Se miraron. Louis tenía poco que ofrecer con su aspecto tan serio. La tristeza daba mucho de sí, pero la mosca era inquieta y no le dio una oportunidad. Despegó emitiendo un zumbido, entretanto Louis la observó marchar. No estaba mal eso de volar, pero sabía que él no lo lograría. Entonces se sentó frente a su escritorio: treinta euros, brillante, con olorcito a madera. Encendió el cigarrillo y chupó una calada. La luz del flexo hacía guiños a intervalos y el humo parecía azulado. Afuera, la gente caminaba en busca de cosas.
Alargó su brazo para coger el mando a distancia y encendió el televisor. Su tristeza arraigada lo acarició entonces. Louis se dejó querer. Lo cierto es que había algunas cosas que no lograba entender: ¿por qué el público de los programas que emitían por televisión aplaudía de aquel modo tan absurdo en los intermedios de publicidad? ¿Por qué los presentadores decían tantas tonterías, mintiendo y gesticulando como energúmenos? Ni siquiera entendía por qué había comprado aquella mesa de kit por 30 €. Todo eran dudas… Y entonces recordó a la muchacha que le había atendido en el hipermercado; sin duda alguna era lo mejor que le había ocurrido en todo el día:
Louis caminaba por entre los pasillos con su carro vacío, buscando algo para llenarlo. Se detuvo frente a todas aquellas mesas de kit, cuando ella se acercó y tras dirigirse a él, charlaron amablemente y le desembaló la mesa, mostrándole las piezas y el cajoncito que incorporaba. La muchacha se movía con gracia y se pilló un dedo que luego se chupaba, ligeramente refunfuñando. «Si no te gusta, guardas el ticket y te devolvemos el dinero», le dijo. ¡Era tan esperanzador encontrar algo humano entre tanta gente! Todo el mundo debería casarse con las dependientas de los hipermercados. Los presidentes deberían haber trabajado como cajeros; si acaso hubieran fregado portales estarían más cerca de la realidad. El mundo entero lo agradecería.
La mesa era simple. Acercó una silla, tomó un bolígrafo y un folio y escribió su poema de un tirón.
Solo
Azul
rojo y negro
Jazz.
Hay un par de cuadros colgados por ahí.
En uno puede verse a un guardia borroso
entretanto una pareja se abraza.
Todas mis cosas están aquí. Hay bolígrafos, discos y cables.
Así es mi habitación.
Nadie puede verla ahora.
Louis pensó que aquel poema era uno de los peores que había escrito jamás. Lamentable y autocompasivo. La mosca se posó sobre el flexo. Era horrible. Tenía trozos azules. Se miraron cara a cara hasta que retomó el vuelo. Louis decidió darle otra oportunidad; cualquiera la merece, pensó. Rompió su poema y lo arrojó a la papelera. Apagó el televisor, se levantó de la silla y entreabrió la ventana para dejar que el insecto escapara. Había algunas luces encendidas en el bloque de enfrente. Entonces imaginó a una vecina cualquiera en su cocina, preparando la cena, quizá cubierta por una ligera bata y unos pechos enormes envueltos en un sujetador blanco liso. Louis olisqueó con los ojos cerrados todos los pechos y los geles y los suavizantes de sus vecinas. Olían bien. Dejó la ventana y se sentó frente a su nueva mesa de escritorio, que había comprado sin saber muy bien por qué.
Jugueteó con el bolígrafo. Era anaranjado y transparente, de propaganda. El bolígrafo le pareció odioso, pues aún no era capaz de escribir directamente con el ordenador y le ponía nervioso apretar las teclas con apenas dos dedos y su sombra proyectándose sobre el teclado. Retomó los cigarrillos: quedaban tres. Extrajo uno y ya sólo quedaban dos. Mañana dejaré de fumar, pensó. Cogió la prensa. «Todo el mundo debería tener una mesa así», pensó. Abrió el periódico y pasó una tras otra, sus páginas. «ADIÓS AL GORILA ARTISTA», figuraba de cabecera en la última página del diario. Michael, «el gorila artista», había fallecido a los veintisiete años, de un fallo cardíaco. Michael se comunicaba con los humanos a través del lenguaje de los signos. Entendía palabras en inglés y prestaba atención a las interpretaciones musicales y a las obras de arte. Michael, el primate que coloreaba lienzos, había muerto ayer.
Louis detuvo su mirada en la fotografía de Michael pintando una acuarela. La imagen del gorila le transmitió una cierta melancolía; su misma tristeza arraigada, fluía con la lentitud de un pedo sin ruido a través de la última de las páginas de aquel diario, con la foto del gorila pintor. La tristeza se encontraba presente en cada uno de los pliegues que conformaban las carnes arrugadas de aquel animal. Sintió compasión de la bestia, al advertir la forma de su cráneo. Era ridículo. Deforme, como un balón de rugby. Se le ocurrió entonces que si todo el mundo pintara cuadros y prestara atención a las interpretaciones musicales y a las obras de arte, quizá si todo el mundo tuviese una mesa de kit de 30 € sobre la que escribir un poema, quizá él no fuera una persona tan seria y el público de los programas que emitían por televisión no aplaudiría todas aquellas mentiras y los presentadores no serían tan idiotas.
Dobló el periódico, depositándolo sobre la mesa. Era la hora de cenar. La horrible mosca con trozos azules había aprovechado su oportunidad. Louis cerró la ventana y apagó la luz.
Es una buena mesa, pensó. Sin duda alguna que prometía.
Frente a aquella revelación y por un instante, Louis deseó olvidarse de sí mismo y tras cerrar los ojos se imaginó renaciendo bajo la piel de otro hombre, como si acaso la vida le brindara una segunda oportunidad. Sus ojos parpadearon y entonces pudo verse bajo la apariencia de Dave, un amigo con el que esa misma tarde había tomado café. Louis se recreó en la sonrisa de su amigo, bajo unas anchas y pobladas cejas negras. Su nuevo aspecto lucía informal, con el cabello engominado, alegre e idealista. Incluso caminaba más erguido, ataviado en unos tejanos desgastados.
Así ocurrió durante unos minutos, donde todo a su alrededor parecía tener otro aspecto. Sin embargo, la tristeza continuaba ahí, bajo el hueso del cráneo. Louis era un poeta de mediana producción que daba tumbos por el mundillo literario, soñando figurar entre sus páginas. Pero no vivía de la poesía. Sobrevivía gracias al trabajo como operario en una cadena de producción donde su afición literaria era desconocida.
Aquel día cubrió el turno de mañana y tras comer se citó con Dave, en vista de que no era un buen día para los poemas. Tomaron café y se despidieron a eso de las cinco, tras lo cual montó en su coche y condujo hasta unos grandes almacenes, sin saber muy bien por qué.
Louis paseó por los pasillos del hipermercado, mirando los productos sobre las estanterías. Todo aquello estaba repleto de cosas: botellas de diferentes tamaños conteniendo productos diversos, galletas con multitud de sabores, chocolates de varios países con fresas y otras frutas, cajas de leche, bicicletas, ruedas de coche, libros y revistas, videojuegos, bombillas, lámparas, latas de cerveza, frutas y verduras, yogures, pizzas y quesos… Nada parecía interesarle, hasta que las vio. Aquellas mesas amontonadas en la sección de bricolaje llamaron su atención: mesas baratas donde leer el periódico o escribir una carta… Tras charlar con una dependienta del hipermercado, no se lo pensó dos veces. Cargó el paquete en el carro, se dirigió hasta la zona de cajas, pagó con su tarjeta de crédito y lo tumbó en el maletero del coche, tras lo cual condujo varios kilómetros por los pueblos de alrededor sin saber muy bien por qué, acaso como cuando había entrado en el hipermercado.
Una vez en casa, encendió un cigarrillo y se arrojó sobre el sofá, cambiando una y otra vez los canales del televisor. Al rato bajó al coche y cargó con la caja que contenía la mesa. La subió a casa y buscó un metro, comprobando las dimensiones de los espacios libres, hasta buscarle un rinconcito en el estudio. Decidido, conformó la mesa con los tornillos y las herramientas que incorporaba; recogió los plásticos y los cartones de embalaje, barrió el suelo y suspiró al comprobar lo bien que lucía aquella mesa. Aquel rincón había reclamado una mesa así durante años y Louis no se había dado ni cuenta; muchas desgracias humanas eran la misma cosa o algo parecido.
El estudio de Louis albergaba otra mesa de madera. Sin embargo, ésta le parecía especial: se trataba de una mesa de kit, un chollo por 30 €. Le hubiese gustado estrenarla escribiendo un poema. Era esa misma frustración de quien aguarda las vacaciones para llevar a cabo algo que ansía, y llega el momento y enferma o se deprime, o simplemente no empieza por el principio. Y allí estaba Louis, con tiempo para los poemas y privado de inspiración, deseando escribir lo primero que se le ocurriera e incapaz de comenzar.
A lo mejor me vendría bien un whisky, pensó. La luz del flexo y el whisky con los hielos, eso crea ambiente. Retomó la contemplación de su escritorio, preguntándose cuántas mesas podría haber comprado con todo el dinero que a lo largo de su vida se había gastado en whisky. Por un instante no supo a ciencia cierta a qué venía aquello. ¿Por qué bebía Louis? ¿Por qué la gente se esforzaba tanto y el mundo evolucionaba tan poco? Descorrió la cortina de la ventana y todas aquellas mesas de 30 € se le representaron en el aparcamiento de enfrente. Lo mejor sería regalarlas, pensó. La gente tendría una mesa sobre la que escribir su poema. Todo el mundo debería hacerlo.
Un pitido del teléfono móvil lo devolvió al mundo real: bip, bip... Las mesas desaparecieron. Sólo había coches: rojos, verdes, coches metalizados grandes y pequeños, de dos y cuatro puertas. La gente bebía en ocasiones, la gente pagaba un coche de vez en cuando; otras veces la gente no sabía qué hacer.
Louis corrió la cortina y se rascó la cabeza. Se dirigió hacia el tocadiscos, sobre el que descansaban un paquete de Lucky Strike y un encendedor azul. Contó los cigarrillos y extrajo uno. ¡Cuántas cosas se podían hacer sobre aquella mesa! Una mosca gorda se posó sobre el flexo. Se miraron. Louis tenía poco que ofrecer con su aspecto tan serio. La tristeza daba mucho de sí, pero la mosca era inquieta y no le dio una oportunidad. Despegó emitiendo un zumbido, entretanto Louis la observó marchar. No estaba mal eso de volar, pero sabía que él no lo lograría. Entonces se sentó frente a su escritorio: treinta euros, brillante, con olorcito a madera. Encendió el cigarrillo y chupó una calada. La luz del flexo hacía guiños a intervalos y el humo parecía azulado. Afuera, la gente caminaba en busca de cosas.
Alargó su brazo para coger el mando a distancia y encendió el televisor. Su tristeza arraigada lo acarició entonces. Louis se dejó querer. Lo cierto es que había algunas cosas que no lograba entender: ¿por qué el público de los programas que emitían por televisión aplaudía de aquel modo tan absurdo en los intermedios de publicidad? ¿Por qué los presentadores decían tantas tonterías, mintiendo y gesticulando como energúmenos? Ni siquiera entendía por qué había comprado aquella mesa de kit por 30 €. Todo eran dudas… Y entonces recordó a la muchacha que le había atendido en el hipermercado; sin duda alguna era lo mejor que le había ocurrido en todo el día:
Louis caminaba por entre los pasillos con su carro vacío, buscando algo para llenarlo. Se detuvo frente a todas aquellas mesas de kit, cuando ella se acercó y tras dirigirse a él, charlaron amablemente y le desembaló la mesa, mostrándole las piezas y el cajoncito que incorporaba. La muchacha se movía con gracia y se pilló un dedo que luego se chupaba, ligeramente refunfuñando. «Si no te gusta, guardas el ticket y te devolvemos el dinero», le dijo. ¡Era tan esperanzador encontrar algo humano entre tanta gente! Todo el mundo debería casarse con las dependientas de los hipermercados. Los presidentes deberían haber trabajado como cajeros; si acaso hubieran fregado portales estarían más cerca de la realidad. El mundo entero lo agradecería.
La mesa era simple. Acercó una silla, tomó un bolígrafo y un folio y escribió su poema de un tirón.
Solo
Azul
rojo y negro
Jazz.
Hay un par de cuadros colgados por ahí.
En uno puede verse a un guardia borroso
entretanto una pareja se abraza.
Todas mis cosas están aquí. Hay bolígrafos, discos y cables.
Así es mi habitación.
Nadie puede verla ahora.
Louis pensó que aquel poema era uno de los peores que había escrito jamás. Lamentable y autocompasivo. La mosca se posó sobre el flexo. Era horrible. Tenía trozos azules. Se miraron cara a cara hasta que retomó el vuelo. Louis decidió darle otra oportunidad; cualquiera la merece, pensó. Rompió su poema y lo arrojó a la papelera. Apagó el televisor, se levantó de la silla y entreabrió la ventana para dejar que el insecto escapara. Había algunas luces encendidas en el bloque de enfrente. Entonces imaginó a una vecina cualquiera en su cocina, preparando la cena, quizá cubierta por una ligera bata y unos pechos enormes envueltos en un sujetador blanco liso. Louis olisqueó con los ojos cerrados todos los pechos y los geles y los suavizantes de sus vecinas. Olían bien. Dejó la ventana y se sentó frente a su nueva mesa de escritorio, que había comprado sin saber muy bien por qué.
Jugueteó con el bolígrafo. Era anaranjado y transparente, de propaganda. El bolígrafo le pareció odioso, pues aún no era capaz de escribir directamente con el ordenador y le ponía nervioso apretar las teclas con apenas dos dedos y su sombra proyectándose sobre el teclado. Retomó los cigarrillos: quedaban tres. Extrajo uno y ya sólo quedaban dos. Mañana dejaré de fumar, pensó. Cogió la prensa. «Todo el mundo debería tener una mesa así», pensó. Abrió el periódico y pasó una tras otra, sus páginas. «ADIÓS AL GORILA ARTISTA», figuraba de cabecera en la última página del diario. Michael, «el gorila artista», había fallecido a los veintisiete años, de un fallo cardíaco. Michael se comunicaba con los humanos a través del lenguaje de los signos. Entendía palabras en inglés y prestaba atención a las interpretaciones musicales y a las obras de arte. Michael, el primate que coloreaba lienzos, había muerto ayer.
Louis detuvo su mirada en la fotografía de Michael pintando una acuarela. La imagen del gorila le transmitió una cierta melancolía; su misma tristeza arraigada, fluía con la lentitud de un pedo sin ruido a través de la última de las páginas de aquel diario, con la foto del gorila pintor. La tristeza se encontraba presente en cada uno de los pliegues que conformaban las carnes arrugadas de aquel animal. Sintió compasión de la bestia, al advertir la forma de su cráneo. Era ridículo. Deforme, como un balón de rugby. Se le ocurrió entonces que si todo el mundo pintara cuadros y prestara atención a las interpretaciones musicales y a las obras de arte, quizá si todo el mundo tuviese una mesa de kit de 30 € sobre la que escribir un poema, quizá él no fuera una persona tan seria y el público de los programas que emitían por televisión no aplaudiría todas aquellas mentiras y los presentadores no serían tan idiotas.
Dobló el periódico, depositándolo sobre la mesa. Era la hora de cenar. La horrible mosca con trozos azules había aprovechado su oportunidad. Louis cerró la ventana y apagó la luz.
Es una buena mesa, pensó. Sin duda alguna que prometía.
«Accidente en la fábrica de chorizos», un libro de Rafael Moriel
«Tintes de tristeza y el kit de 30€» es un relato perteneciente al libro de relatos "Accidente en la Fábrica de Chorizos", escrito por Rafael Moriel y disponible en papel de tapa blanda y ebook.
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«Accidente en la Fábrica de Chorizos», un libro de relatos de Rafael Moriel |
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Rafael Moriel
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