domingo, 14 de octubre de 2012

«Cinco Voces»:
20 microcuentos de Rafael Moriel

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Cinco Voces,
20 microcuentos de Rafael Moriel

Ya está disponible el libro "Cinco Voces", impreso en papel, a un precio muy económico.


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Índice de Textos

A través de los siguientes enlaces es posible leer y escuchar algunos textos contenidos en el libro «Cinco Voces»:

1-Treinta Ladrillos
2-La Fiesta
3-La Exposición
4-La Rosca
5-El Tren
6-Dos Soldados

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1-Treinta Ladrillos

Siempre soñé construirme una casa de treinta ladrillos con garaje y sótano, una distinguida casa de tres pisos a las afueras de la ciudad, con una buhardilla de estudio, con muchas habitaciones y tres cuartos de baño, con ladrillos de colores y maderas y techo y ventanas y muebles, y una bonita puerta y un pedazo de hierba en la entrada.

Un día construí mi casa de veintinueve ladrillos con garaje y sótano, una distinguida casa de tres pisos a las afueras de la ciudad, con una buhardilla de estudio, con muchas habitaciones y tres cuartos de baño, con ladrillos de colores y maderas y techo y ventanas y muebles, y una bonita puerta y un pedazo de hierba en la entrada... pero faltaba un ladrillo para los treinta.

¡Y no descansaré hasta dar con el culpable!

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2-La Fiesta

La refrita fiesta se alargaba, gomosa, dulce, amarillas las luces. La música asfixiaba mil y una palabras y la gente lo apretujaba, amenazando derramar a cada segundo el licor que se zarandeaba por su copa. Todo apuntaba a que en los próximos minutos se dedicaría a sorber su dulce contenido, observando los movimientos de aquellos alrededor. Todo apuntaba, ciertamente, de no ser porque un irremediable impulso le obligó a girarse:

—Quiero bailar. Enséñame a bailar... —dijo él. Ella tomó su mano, y en tan sólo un instante relegó tan extraño y desconocido impulso: bailar, odiando el baile.

—Entrégate —instruía ella. Y él se dejó llevar.

Transcurrieron algunas melodías, las suficientes como para abrir un círculo alrededor. Fue entonces cuando él sintió que había nacido para bailar. Había nacido para bailar aquella noche, entre los brazos de una desconocida.

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3-La Exposición

Estábamos preparando una exposición de relatos, ilustrados con acuarelas, y nos sentamos a tomar un vino en una cafetería donde hacían exposiciones. El tipo que regentaba el negocio mostró una buena disposición. Aunque claro, resulta difícil lo de exponer cuadernillos ilustrados... No es como los cuadros, cuatro escarpias y los cuelgas por ahí.

—Hay muchos artistas —nos dijo—. Levantas una tapa y te salen cuatrocientos.

Y luego, a la salida del bar, había una lata de refresco vacía en la calle y le propiné una patada.
Salieron cuatrocientos artistas.

—¡Eh... Estamos aquí! —dijeron ellos.
—Perdón —me disculpé.
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4-La Rosca

El otro día me encontré con Eduardo. Me habían dicho que era tan inteligente que se pasó de rosca, pero yo no alcanzaba a imaginarlo. Por eso, en cuanto lo vi, lo recorrí de arriba a abajo con los ojos. Él me hablaba y yo asentía:

— Sí... sí... —decía yo, buscando el tornillo.

Entonces lo vi. De su oreja derecha, de entre el cartílago, sobresalía el tornillo. Dos centímetros de diámetro y pasado de rosca, tal y como me habían dicho.

—Bueno, hasta luego... —me despedí. Y después estuve pensando largo rato sobre lo que había visto.
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5-El Tren

Consulté mi reloj. Fue un golpe de vista.

Se detuvo lentamente. Abrió sus puertas y apenas una decena de personas se apearon, equipajes en mano. Otros tantos se apresuraron a subir. Introduje mis manos en los bolsos del abrigo, resoplando. El frío hizo de mi aliento un chorrete de vapor. Si la máquina del tren fuese antigua, todo esto estaría lleno de humo, pensé.

¿Será éste el mío? —me pregunté, arrugando la nariz. Entonces, anunciaron su marcha por megafonía y tras un pitido, arrancó lentamente.

Todos los trenes parecían semejantes. Llevaba treinta y dos años aguardando uno. ¿Acaso sería diferente?
Lo miré alejarse, encogiendo mis hombros.

Consulté mi reloj. Sus agujas se movían.
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6-Dos Soldados

Dos soldados enemigos se encuentran frente a frente, entre las ruinas de un edificio. Cara a cara se enfrentan, se apuntan uno a otro con sendos fusiles:

El primer soldado sujeta tembloroso el arma. Una gota de sudor le recorre la mejilla; su párpado izquierdo se contrae en tics.

El segundo soldado observa tranquilo, cauteloso. Su arma no tiembla.
Así, transcurre un tortuoso minuto, ante la duda de quién será el primero en apretar el gatillo.

—¡No soy un asesino! —grita el primer soldado, alzando su arma.

—¡Menos mal! —exclama el segundo soldado—, estaba descargada.
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Atentamente:
Rafael Moriel

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