Relatos Para la Imaginación, un libro de Rafael Moriel |
Ya está disponible el libro "Relatos Para la Imaginación", impreso en papel y versión ebook a un precio muy económico.
Índice de Textos
A través de los siguientes enlaces es posible leer y escuchar algunos textos contenidos en el libro «Relatos Para la Imaginación»:
1-Una Carta con los Ojos Cerrados
2-Algo Sentimental
3-Las Calles y su Cintura me Gritaron Estás Solo
4-La Maratón
1-Una Carta con los Ojos Cerrados
2-Algo Sentimental
3-Las Calles y su Cintura me Gritaron Estás Solo
4-La Maratón
1-Una Carta con los Ojos Cerrados
Hola, cariño:
Hoy he abierto unos cajones y me he acordado de ti. Había decenas y decenas de cartas. Cinco años después te escribo por última vez, una carta que no recibirás.
Si cierro los ojos veo tu rostro. Si elimino cualquier pensamiento de mi mente, entonces puedo oír tu voz y me acaricias. Veo la escasa luz de una bombilla en el estrecho váter monoplaza de aquel bar del casco viejo; tú y yo, y el agujero... en una ciudad que no es la mía.
Si cierro los ojos, veo el escaso vello que recubre tu pubis y me vuelve loco; me estás abrazando y besas mi pecho. Te pones mi jersey y yo el tuyo. La ropa está por el suelo. Tú, sabes que nunca te lo haría en un lugar así; lo tengo muy fácil, pero lo has captado y sonríes.
Si cierro los ojos ya no estoy solo; no me hacen falta las palabras. Ahora estamos en la pensión barata repleta de puertas numeradas. Veo el vestido de lunares a colores más chillón que jamás ha existido. La tía de la pensión es una puta que apesta a cosméticos. Lleva un bolso y no paro de mirar su vestido. Ella te habla de dinero.
Si cierro los ojos, ya estamos en la habitación. Tú fumas un cigarrillo. «Te estás viciando», te digo, y descubro una rosada pastilla de jabón seca y renegrida adherida en el lavabo. «No toques nada», te advierto. Sonríes, me sonríes apagando el cigarrillo.
Si cierro los ojos tu mano acaricia mi pelo. «¿Con quién vas a estar mejor que conmigo?», me dices. Y yo, me doy cuenta de que no tengo dinero; sólo un cepillo de dientes y una caja de preservativos. Tú me pagarás el billete. Me lo debes.
Si cierro los ojos hace frío y nos arropamos apresuradamente entre las frías sábanas. Abrazados, el calor de tu cuerpo es lo mejor que me ha ocurrido en la vida. No tenemos prisa; yo te abrazo y tú me abrazas. He perdido la noción del tiempo y he maquillado mis ojos con tu raya y el rimel. Me he pintado los labios. Quiero tenerte siempre a mi lado, nunca creí que se pudiese querer tanto a una persona.
Si cierro los ojos, sabes que siempre he pisado tierra firme. Me miras y has adivinado que me tienes en tus manos. Lo has conseguido, nena; me has arrastrado fuera de mi casa sin equipaje ni dinero, me has cubierto de gozo y pasión, me siento extraño y no me he dado ni cuenta. Ahora nos estremecemos; los gemidos llegan hasta la puerta y la puta discute con un caballero. Pero no encontramos un lugar mejor donde amarnos.
Si cierro los ojos, la habitación se alquila por horas y la vieja nos ha expulsado cuando has mirado la tarifa de precios y le has dicho que nos ha cobrado tres euros de más. Todo lo que ha quedado de nuestro amor son un puñado de colillas y dos envoltorios de condones que hay en el cenicero. «Nena, nos hemos quedado sin nido de amor», te digo. «Tranquilo, yo cuidaré de ti», me susurras al oído.
Si cierro los ojos, esta noche me has ocultado en la oficina de tu hermano, como aquel perro que tuve de pequeño y escondía en el camarote. He dormido entre dos sillas y has llegado temprano. Lo hemos hecho sobre la mesa de su despacho.
Si abro los ojos, si abro entonces los ojos, recuerdo que un día estuve enamorado de ti y me resulta todo tan extraño...
«¿Qué habrá sido de ti?», me pregunto.
PD: escondí la cassette que escuchábamos en un lugar donde nunca la encontraría. Todo para olvidarte. Alguna vez la he buscado, pero jamás la encontré. La oculté tan bien, que ya nunca aparecerá.
Hoy he abierto unos cajones y me he acordado de ti. Había decenas y decenas de cartas. Cinco años después te escribo por última vez, una carta que no recibirás.
Si cierro los ojos veo tu rostro. Si elimino cualquier pensamiento de mi mente, entonces puedo oír tu voz y me acaricias. Veo la escasa luz de una bombilla en el estrecho váter monoplaza de aquel bar del casco viejo; tú y yo, y el agujero... en una ciudad que no es la mía.
Si cierro los ojos, veo el escaso vello que recubre tu pubis y me vuelve loco; me estás abrazando y besas mi pecho. Te pones mi jersey y yo el tuyo. La ropa está por el suelo. Tú, sabes que nunca te lo haría en un lugar así; lo tengo muy fácil, pero lo has captado y sonríes.
Si cierro los ojos ya no estoy solo; no me hacen falta las palabras. Ahora estamos en la pensión barata repleta de puertas numeradas. Veo el vestido de lunares a colores más chillón que jamás ha existido. La tía de la pensión es una puta que apesta a cosméticos. Lleva un bolso y no paro de mirar su vestido. Ella te habla de dinero.
Si cierro los ojos, ya estamos en la habitación. Tú fumas un cigarrillo. «Te estás viciando», te digo, y descubro una rosada pastilla de jabón seca y renegrida adherida en el lavabo. «No toques nada», te advierto. Sonríes, me sonríes apagando el cigarrillo.
Si cierro los ojos tu mano acaricia mi pelo. «¿Con quién vas a estar mejor que conmigo?», me dices. Y yo, me doy cuenta de que no tengo dinero; sólo un cepillo de dientes y una caja de preservativos. Tú me pagarás el billete. Me lo debes.
Si cierro los ojos hace frío y nos arropamos apresuradamente entre las frías sábanas. Abrazados, el calor de tu cuerpo es lo mejor que me ha ocurrido en la vida. No tenemos prisa; yo te abrazo y tú me abrazas. He perdido la noción del tiempo y he maquillado mis ojos con tu raya y el rimel. Me he pintado los labios. Quiero tenerte siempre a mi lado, nunca creí que se pudiese querer tanto a una persona.
Si cierro los ojos, sabes que siempre he pisado tierra firme. Me miras y has adivinado que me tienes en tus manos. Lo has conseguido, nena; me has arrastrado fuera de mi casa sin equipaje ni dinero, me has cubierto de gozo y pasión, me siento extraño y no me he dado ni cuenta. Ahora nos estremecemos; los gemidos llegan hasta la puerta y la puta discute con un caballero. Pero no encontramos un lugar mejor donde amarnos.
Si cierro los ojos, la habitación se alquila por horas y la vieja nos ha expulsado cuando has mirado la tarifa de precios y le has dicho que nos ha cobrado tres euros de más. Todo lo que ha quedado de nuestro amor son un puñado de colillas y dos envoltorios de condones que hay en el cenicero. «Nena, nos hemos quedado sin nido de amor», te digo. «Tranquilo, yo cuidaré de ti», me susurras al oído.
Si cierro los ojos, esta noche me has ocultado en la oficina de tu hermano, como aquel perro que tuve de pequeño y escondía en el camarote. He dormido entre dos sillas y has llegado temprano. Lo hemos hecho sobre la mesa de su despacho.
Si abro los ojos, si abro entonces los ojos, recuerdo que un día estuve enamorado de ti y me resulta todo tan extraño...
«¿Qué habrá sido de ti?», me pregunto.
PD: escondí la cassette que escuchábamos en un lugar donde nunca la encontraría. Todo para olvidarte. Alguna vez la he buscado, pero jamás la encontré. La oculté tan bien, que ya nunca aparecerá.
2-Algo Sentimental
Carlos no daba crédito a lo que estaba ocurriendo: primero lo de su dolor de cabeza, que le condujo hasta la sala de urgencias del hospital más próximo. Era un dolor tan intenso que parecía fuese a reventarle la cabeza, y para colmo había esperado más de media hora hasta que alguien le preguntara qué le ocurría, como si lo suyo fuese moco de pavo. Toda la estancia repleta de pacientes con un aspecto saludable, mientras medio mundo daba vueltas a su alrededor. De puro delirio.
Carlos se mostraba impaciente, pero allí nadie se quejaba; sólo aguardaban el turno. A su derecha, un muchacho mascaba chicle, repantigado, confeccionando globos sin cesar. La vieja de la izquierda le miraba de reojo cada diez segundos a más tardar, entumecida en su silla y cerrada de piernas, aferrada al bolso como si acaso Carlos fuese un vulgar ratero de tres al cuarto.
Y la cabeza no dejaba de hacerle: dom dom, dom dom...
Una joven que fumarreaba expulsó un prolongado penacho de humo azulado por una ventana entreabierta; ni siquiera fumar en los hospitales parecía preocuparles. Hacía una semana que Carlos no probaba el tabaco y se mordió la piel de los labios.
Media hora antes, Carlos había sido atendido por una enfermera que pretendía tranquilizarle con aquello de «No se preocupe, esto no es nada... », como si acaso fuese normal que a uno le doliera tanto la cabeza. Se supone que enseguida acudiría el doctor a reconocerle, eso dijo la enfermera, aunque desde que se presentara en el servicio de urgencias había transcurrido más de una hora y media en total.
La sala de espera era aroma de cigarrillo y globos de fresa haciendo PLAS... PLAS, una vieja aferrada a su bolso que miraba y miraba, doce o trece pacientes aguardando y dolor de cabeza.
Más tarde, se presenta el doctor en el box número seis, donde finalmente fue conducido Carlos. Aparece tras la puerta el ansiado galeno, veinte o veinticinco minutos después de que la enfermera cerrara la puerta tras de sí. Un doctor con una increíble cuerna en la cabeza que apenas cabía por la entrada, un espléndido ramal de astas que superaban la decena; un tipo calvo, vestido con bata blanca, que iba dejando tras de sí un ligero aroma a «after shave». Aparece sonriendo, como si nada, con el informe del diagnóstico redactado y firmado. ¡El colmo de Carlos!, que comenzaba a tener serias dudas respecto a lo que estaba sucediendo.
—¿Quién es usted? —preguntó al hombre de la cornamenta, que se supone era el médico.
—Tranquilo, estoy al corriente de todo. Soy el doctor Pérez —se presentó.
El doctor Pérez, como si aquello fuese normal, y de sus sienes brotaban múltiples ramificaciones de un metro de largo por uno de ancho.
—¡Quítese esos cuernos, coño! ¡De qué carnaval se ha escapado?... O acaso todo sea producto de mi delirio, doctor... ¡Doctor! ¡Me encuentro gravemente enfermo! ¡Sufro alucinaciones! ¡Me va a reventar la cabeza!... Apenas distingo algo nítido y quizá esté viendo ilusiones... Discúlpeme doctor Pérez, me siento tan confuso... ¡Cúreme, por favor! Supongo que eso mismo le suplicarán sus pacientes... Pero es horrible, doctor, ¡es horrible! ¡Me duele tanto la cabeza!
—No se preocupe —dijo el doctor Pérez—. La enfermera Yecla es de toda confianza y me ha puesto al corriente de la situación. Ya está usted reconocido y me he tomado la libertad de redactar su diagnóstico sin examinarle siquiera, pues su mal es ya muy viejo y conocido, aunque es posible que todo este protocolo le resulte algo extraño y puede que un poco arduo en estos momentos tan difíciles. Por otro lado, los doctores estamos acostumbrados al trato con el paciente y es probable que no comprenda mi actitud de dominio con la situación. A propósito... ¿Tiene usted problemas sentimentales?
—¿Qué?... —exclamó confuso Carlos.
—Tranquilícese. Mañana todo habrá pasado. Le aseguro que ya no le dolerá la cabeza. Ahora sólo debe prestarme toda la atención que le sea posible, únicamente para tomarse esta píldora relajante con la que dormirá usted como un «Pepe». Mañana por la mañana pasaré consulta por la planta y ya veremos qué tal se encuentra entonces. Ahora mismo le subirán a la habitación en una silla de ruedas, en cuanto ingiera el comprimido. Pasará ingresado el peor trago, pero le aseguro que mañana se encontrará usted perfectamente. Se trata de tenerle bajo observación hasta que todo se normalice. Mera rutina, créame. Confíe en mí. Soy un profesional de esto... de su mal, quiero decir.
—¡Pero, qué coño pastilla me receta usted sin ni tan siquiera preguntarme qué me ocurre! Todavía no me ha tomado la tensión y pretende que me tome un relajante y me duerma como si tal cosa, ¡drogado...! ¡Qué se cree usted! Debería explicarme lo que presume conocer tan bien... así por lo menos lo sabría yo, ¡que soy el enfermo!
El doctor Pérez se acercó y examinó la cabeza de Carlos, palpándola cuidadosamente con la yema de sus dedos.
—Vamos a ver... —y cerrando los ojos recorrió con suavidad su estructura craneal, otorgándole un ligero masaje que vagamente le mitigaba el dolor.
Carlos se entregó, suspirando.
—Está claro. La enfermera Yecla no se equivocó. Tómese la píldora y confíe en mí. Mañana todo esto será agua pasada —aseguró el doctor.
Carlos sentía un dolor tan intenso, que por un momento dejó de preocuparse por los cuernos del doctor. El tipo parecía salido de un cómic futurista, pero le había dicho que el dolor cesaría si obedecía sus instrucciones. Y Carlos necesitaba creer en algo, así que se tomó la pastilla. Al rato se durmió.
A la mañana siguiente, abrió los ojos. Allí estaban los cuernos del doctor Pérez, la misma cuerna de ciervo de lo que parecía una pesadilla, brotándole de las sienes. ¡Era real!
—¡Qué cojones! —gritó asustado Carlos.
—¿Qué tal se encuentra? —le preguntó el doctor Pérez.
—¿Es una broma lo de sus cuernos? —preguntó extrañado.
—En absoluto. Le ruego me guarde respeto... ¿Qué tal está?
—Bien, la verdad. Ya no me duele nada, aunque siento un ligero mareillo... —manifestó, sin apartar ni un instante la mirada de aquello tan prominente.
—No debe preocuparse. Los efectos del relajante desaparecerán en breve. Se quedará aquí a comer y más tarde le daré el alta.
—¿Qué me ocurrió, doctor? —preguntó Carlos, dejando a un lado lo de los cuernos.
—Será mejor que lo vea usted con sus propios ojos —le dijo el doctor Pérez, acercándole un espejo que extrajo del bolsillo de su bata.
—¡Diablos!, ¡no puede ser! —gritó, al verse reflejado—. ¡Me han salido cuernos, dos enormes cuernos de toro, dos pitones puntiagudos!
—Efectivamente, los suyos son de toro. A unos les crecen de toro, como a usted... a otros de jirafa y también los hay de cabra montés y de alce, e incluso de ciervo, como los míos. Le recomiendo, ante todo, que se tranquilice. Muy pronto se adaptará usted a su nuevo aspecto y no creo que sea mayor problema, aunque si lo estimase oportuno y por supuesto, en función de cómo se produjera la evolución, yo mismo le prescribiría apoyo psiquiátrico, como paliativo. Pero sólo si fuese necesario. A propósito, los cuernos de toro son para toda la vida, pues forman parte de su esqueleto a partir del brote. Los míos se caen una vez al año, y no se crea... cuando uno se acostumbra a la cuerna, la llega a echar en falta. Yo he llegado a sentir vergüenza, se lo aseguro; de veras que ocurre... aunque luego me la como, por aquello del calcio, que favorece el brote de otra nueva. Las ciervas y los ciervos también lo hacen.
—¡Pero, doctor! ¡Esto es una maldición! Llevar cuernos de por vida, todo el mundo sabrá que mi mujer me la ha pegado con otro, y mire lo grandes que son... ¡Todos lo sabrán!
—Tranquilo, Carlos. Los cuernos duelen mucho cuando están saliendo y al principio resultan algo incómodos, pero enseguida descubre uno que además sirven para defenderse —le dijo con tono convincente el doctor Pérez.
Carlos comió en la habitación del hospital, viendo las noticias por televisión. No sabía muy bien cómo encajar aquello. Dejó el segundo plato y el postre en la bandeja, intactos. Después se tumbó en la cama, boca arriba, con las manos detrás de la cabeza. A eso de las seis de la tarde apareció la enfermera, con el alta médica. Le puso el termómetro y le tomó la tensión y las pulsaciones.
—¿Qué tal se encuentra? —le preguntó.
—¿Eh?... —respondió Carlos.
—¿Qué tal estás?
—Bien, bien...
—Has comido poco, ¿eh?
—Sí... —susurró Carlos.
Cuando Carlos pisó la calle, el sol refulgía en sus cuernos. Miró hacia uno y otro lado y dio un paso y luego otro, y otro más.
Era sábado. Tenía dos cuernos, dos.
Carlos se mostraba impaciente, pero allí nadie se quejaba; sólo aguardaban el turno. A su derecha, un muchacho mascaba chicle, repantigado, confeccionando globos sin cesar. La vieja de la izquierda le miraba de reojo cada diez segundos a más tardar, entumecida en su silla y cerrada de piernas, aferrada al bolso como si acaso Carlos fuese un vulgar ratero de tres al cuarto.
Y la cabeza no dejaba de hacerle: dom dom, dom dom...
Una joven que fumarreaba expulsó un prolongado penacho de humo azulado por una ventana entreabierta; ni siquiera fumar en los hospitales parecía preocuparles. Hacía una semana que Carlos no probaba el tabaco y se mordió la piel de los labios.
Media hora antes, Carlos había sido atendido por una enfermera que pretendía tranquilizarle con aquello de «No se preocupe, esto no es nada... », como si acaso fuese normal que a uno le doliera tanto la cabeza. Se supone que enseguida acudiría el doctor a reconocerle, eso dijo la enfermera, aunque desde que se presentara en el servicio de urgencias había transcurrido más de una hora y media en total.
La sala de espera era aroma de cigarrillo y globos de fresa haciendo PLAS... PLAS, una vieja aferrada a su bolso que miraba y miraba, doce o trece pacientes aguardando y dolor de cabeza.
Más tarde, se presenta el doctor en el box número seis, donde finalmente fue conducido Carlos. Aparece tras la puerta el ansiado galeno, veinte o veinticinco minutos después de que la enfermera cerrara la puerta tras de sí. Un doctor con una increíble cuerna en la cabeza que apenas cabía por la entrada, un espléndido ramal de astas que superaban la decena; un tipo calvo, vestido con bata blanca, que iba dejando tras de sí un ligero aroma a «after shave». Aparece sonriendo, como si nada, con el informe del diagnóstico redactado y firmado. ¡El colmo de Carlos!, que comenzaba a tener serias dudas respecto a lo que estaba sucediendo.
—¿Quién es usted? —preguntó al hombre de la cornamenta, que se supone era el médico.
—Tranquilo, estoy al corriente de todo. Soy el doctor Pérez —se presentó.
El doctor Pérez, como si aquello fuese normal, y de sus sienes brotaban múltiples ramificaciones de un metro de largo por uno de ancho.
—¡Quítese esos cuernos, coño! ¡De qué carnaval se ha escapado?... O acaso todo sea producto de mi delirio, doctor... ¡Doctor! ¡Me encuentro gravemente enfermo! ¡Sufro alucinaciones! ¡Me va a reventar la cabeza!... Apenas distingo algo nítido y quizá esté viendo ilusiones... Discúlpeme doctor Pérez, me siento tan confuso... ¡Cúreme, por favor! Supongo que eso mismo le suplicarán sus pacientes... Pero es horrible, doctor, ¡es horrible! ¡Me duele tanto la cabeza!
—No se preocupe —dijo el doctor Pérez—. La enfermera Yecla es de toda confianza y me ha puesto al corriente de la situación. Ya está usted reconocido y me he tomado la libertad de redactar su diagnóstico sin examinarle siquiera, pues su mal es ya muy viejo y conocido, aunque es posible que todo este protocolo le resulte algo extraño y puede que un poco arduo en estos momentos tan difíciles. Por otro lado, los doctores estamos acostumbrados al trato con el paciente y es probable que no comprenda mi actitud de dominio con la situación. A propósito... ¿Tiene usted problemas sentimentales?
—¿Qué?... —exclamó confuso Carlos.
—Tranquilícese. Mañana todo habrá pasado. Le aseguro que ya no le dolerá la cabeza. Ahora sólo debe prestarme toda la atención que le sea posible, únicamente para tomarse esta píldora relajante con la que dormirá usted como un «Pepe». Mañana por la mañana pasaré consulta por la planta y ya veremos qué tal se encuentra entonces. Ahora mismo le subirán a la habitación en una silla de ruedas, en cuanto ingiera el comprimido. Pasará ingresado el peor trago, pero le aseguro que mañana se encontrará usted perfectamente. Se trata de tenerle bajo observación hasta que todo se normalice. Mera rutina, créame. Confíe en mí. Soy un profesional de esto... de su mal, quiero decir.
—¡Pero, qué coño pastilla me receta usted sin ni tan siquiera preguntarme qué me ocurre! Todavía no me ha tomado la tensión y pretende que me tome un relajante y me duerma como si tal cosa, ¡drogado...! ¡Qué se cree usted! Debería explicarme lo que presume conocer tan bien... así por lo menos lo sabría yo, ¡que soy el enfermo!
El doctor Pérez se acercó y examinó la cabeza de Carlos, palpándola cuidadosamente con la yema de sus dedos.
—Vamos a ver... —y cerrando los ojos recorrió con suavidad su estructura craneal, otorgándole un ligero masaje que vagamente le mitigaba el dolor.
Carlos se entregó, suspirando.
—Está claro. La enfermera Yecla no se equivocó. Tómese la píldora y confíe en mí. Mañana todo esto será agua pasada —aseguró el doctor.
Carlos sentía un dolor tan intenso, que por un momento dejó de preocuparse por los cuernos del doctor. El tipo parecía salido de un cómic futurista, pero le había dicho que el dolor cesaría si obedecía sus instrucciones. Y Carlos necesitaba creer en algo, así que se tomó la pastilla. Al rato se durmió.
A la mañana siguiente, abrió los ojos. Allí estaban los cuernos del doctor Pérez, la misma cuerna de ciervo de lo que parecía una pesadilla, brotándole de las sienes. ¡Era real!
—¡Qué cojones! —gritó asustado Carlos.
—¿Qué tal se encuentra? —le preguntó el doctor Pérez.
—¿Es una broma lo de sus cuernos? —preguntó extrañado.
—En absoluto. Le ruego me guarde respeto... ¿Qué tal está?
—Bien, la verdad. Ya no me duele nada, aunque siento un ligero mareillo... —manifestó, sin apartar ni un instante la mirada de aquello tan prominente.
—No debe preocuparse. Los efectos del relajante desaparecerán en breve. Se quedará aquí a comer y más tarde le daré el alta.
—¿Qué me ocurrió, doctor? —preguntó Carlos, dejando a un lado lo de los cuernos.
—Será mejor que lo vea usted con sus propios ojos —le dijo el doctor Pérez, acercándole un espejo que extrajo del bolsillo de su bata.
—¡Diablos!, ¡no puede ser! —gritó, al verse reflejado—. ¡Me han salido cuernos, dos enormes cuernos de toro, dos pitones puntiagudos!
—Efectivamente, los suyos son de toro. A unos les crecen de toro, como a usted... a otros de jirafa y también los hay de cabra montés y de alce, e incluso de ciervo, como los míos. Le recomiendo, ante todo, que se tranquilice. Muy pronto se adaptará usted a su nuevo aspecto y no creo que sea mayor problema, aunque si lo estimase oportuno y por supuesto, en función de cómo se produjera la evolución, yo mismo le prescribiría apoyo psiquiátrico, como paliativo. Pero sólo si fuese necesario. A propósito, los cuernos de toro son para toda la vida, pues forman parte de su esqueleto a partir del brote. Los míos se caen una vez al año, y no se crea... cuando uno se acostumbra a la cuerna, la llega a echar en falta. Yo he llegado a sentir vergüenza, se lo aseguro; de veras que ocurre... aunque luego me la como, por aquello del calcio, que favorece el brote de otra nueva. Las ciervas y los ciervos también lo hacen.
—¡Pero, doctor! ¡Esto es una maldición! Llevar cuernos de por vida, todo el mundo sabrá que mi mujer me la ha pegado con otro, y mire lo grandes que son... ¡Todos lo sabrán!
—Tranquilo, Carlos. Los cuernos duelen mucho cuando están saliendo y al principio resultan algo incómodos, pero enseguida descubre uno que además sirven para defenderse —le dijo con tono convincente el doctor Pérez.
Carlos comió en la habitación del hospital, viendo las noticias por televisión. No sabía muy bien cómo encajar aquello. Dejó el segundo plato y el postre en la bandeja, intactos. Después se tumbó en la cama, boca arriba, con las manos detrás de la cabeza. A eso de las seis de la tarde apareció la enfermera, con el alta médica. Le puso el termómetro y le tomó la tensión y las pulsaciones.
—¿Qué tal se encuentra? —le preguntó.
—¿Eh?... —respondió Carlos.
—¿Qué tal estás?
—Bien, bien...
—Has comido poco, ¿eh?
—Sí... —susurró Carlos.
Cuando Carlos pisó la calle, el sol refulgía en sus cuernos. Miró hacia uno y otro lado y dio un paso y luego otro, y otro más.
Era sábado. Tenía dos cuernos, dos.
3-Las Calles y su Cintura
me Gritaron Estás Solo
me Gritaron Estás Solo
Recuerdo bares, mucha gente. La música alta y las copas, botellines en las manos. Recuerdo empujones, chicas guapas con pantalones bonitos. Recuerdo cigarrillos, humaredas de cigarrillos y canciones con melodías como cassettes de chistes baratos de los que venden en gasolineras. Recuerdo cervezas y olor a porro, copas de vino y whiskies.
Me apoyé en la barra de un bar para sujetar mi ebrio cuerpo y alguien me preguntó si sostenía yo a la barra o lo hacía ella conmigo.
—Es el único modo que encuentro de expresarme... A veces necesito hacerlo... —le respondí, creyendo que me había preguntado el porqué de mi borrachera.
Recuerdo chicas con relojes de pulsera, olor a champú y brillo de cabellos entre la multitud de pequeños bares abarrotados de gente.
Recuerdo chorros de meada transparente y mi vaso de whisky sobre el depósito del agua de la bomba, sentimientos de culpa y placer simultáneos con mi orina golpeando el pozuelo del retrete. Recuerdo la una de la noche, las dos, las cuatro, espaldas de amigos regresando a casa. La mayoría solos, tan sólo uno de ellos agarrado por el hombro de una muchacha.
Me recuerdo más etílico todavía, junto a muchos más idiotas como yo, escuchando un montón de música para borregos. Recuerdo máquinas de cigarrillos y juegos de luces azules y rojas y amarillas parpadeando, y una niña mona me preguntó a la salida de un bar, qué era para mí el amor.
—El amor es lo más bonito del mundo... —le respondí muy serio y sin esperanza, tal que un loco sabio que no cesa de tener alucinaciones. Había otra chica sentada en un portal que se puso muy fea sacándome la lengua y entonces volví la cara sin poder evitar fijarme en otra de expresión retorcida, que me observaba. La miré. Nos contemplamos un rato y más tarde caminábamos juntos. Sus brazos eran delgados y creo que tenía muy malas pulgas además de treinta y muchos tacos en un cuerpo de adolescente con dos ojeras marrones. Caminamos por ahí durante unas dos horas, y a partir de entonces y hasta mucho después quise olvidar todo aquello que no la evocara, pues ninguna otra cosa merecería la pena aquella noche.
La recuerdo a mi derecha cruzando pasos de cebra, carteles pegados en las paredes, luminosos sobresaliendo de las calles. Recuerdo las manos en los bolsillos y conversaciones sobre hermanos y hermanas y alquileres y plazos de coche, y como enmarcado, conservo el momento en que la abracé para besarla, el preciso instante en el que rodeé su cintura.
Recuerdo cómo amaneció.
Desayunamos en un bar. Ella tortilla de patata y café. Yo, un bocadillo de jamón, una Coca cola y un botellín de agua. Entonces sentí que ya no podía más. El cansancio y la resaca me vencían. Ya me había expresado bastante aquella noche.
Salimos a la calle. Había un «pub» que abría a las seis de la mañana. Entramos. Había allí más idiotas y borrachos reunidos que en todo un campo de fútbol hasta los topes. Ella quería bailar. Maldición, yo nunca bailo. Sólo bebo, y si se tercia podría aporrear una eléctrica cantando temas de melenudos. Pero bailar... jamás.
Se puso a bailar. Todos aquellos orangutanes en celo empapados en alcohol, se percataron de que era preciosa. ¡Oh, Dios!... Nunca entendí cómo los cerdos adivinaban hermosura allá donde yo la veía; era como si yo mismo incorporase algo de puerco, acaso la nariz y el rabo, además de buen gusto y un corazoncito latiendo en mi pecho. A nadie amarga un dulce, ni siquiera a las alimañas, me dije estúpidamente para intentar justificarlos.
Pensé en beber algo, me sentía tímido, sin saber qué hacer con mis manos. Al rato, la rodeaban cuatro o cinco simios uniformados a la moda. Joder... no merece la pena tomar nada, ni siquiera continuar aquí, pensé. Me acerqué a ella. Sabía que de todos ellos, yo sería su príncipe azul.
—Me marcho, guapetona —le dije de sopetón. Me di la vuelta y salí de allí con rapidez, sabiendo que me seguiría.
Me mantuve lo suficientemente visible como para que se me viese a lo largo de la calle, caminando por mitad de su acera. Fueron unos minutos de emoción contenida, aguardando un grito que me llamara por mi nombre.
Ella me seguía de cerca. Poco a poco me alcanzaba. La esperaba con ansia y el recuerdo de aquella cintura delgada y bonita era todo cuanto había en mi cabeza. Una vez en el portal de casa, me giré a contemplarla. Era su última oportunidad.
La calle estaba desierta. Nadie me había seguido. Las calles, muy crueles, me gritaron entonces: «¡ESTÁS SOLO!»..., y pude oír su eco resonando entre las paredes, y me llevé las manos a la cabeza y cerré los ojos hasta que cesó el ruido.
Abrí la puerta del portal y corrí escaleras arriba.
Me apoyé en la barra de un bar para sujetar mi ebrio cuerpo y alguien me preguntó si sostenía yo a la barra o lo hacía ella conmigo.
—Es el único modo que encuentro de expresarme... A veces necesito hacerlo... —le respondí, creyendo que me había preguntado el porqué de mi borrachera.
Recuerdo chicas con relojes de pulsera, olor a champú y brillo de cabellos entre la multitud de pequeños bares abarrotados de gente.
Recuerdo chorros de meada transparente y mi vaso de whisky sobre el depósito del agua de la bomba, sentimientos de culpa y placer simultáneos con mi orina golpeando el pozuelo del retrete. Recuerdo la una de la noche, las dos, las cuatro, espaldas de amigos regresando a casa. La mayoría solos, tan sólo uno de ellos agarrado por el hombro de una muchacha.
Me recuerdo más etílico todavía, junto a muchos más idiotas como yo, escuchando un montón de música para borregos. Recuerdo máquinas de cigarrillos y juegos de luces azules y rojas y amarillas parpadeando, y una niña mona me preguntó a la salida de un bar, qué era para mí el amor.
—El amor es lo más bonito del mundo... —le respondí muy serio y sin esperanza, tal que un loco sabio que no cesa de tener alucinaciones. Había otra chica sentada en un portal que se puso muy fea sacándome la lengua y entonces volví la cara sin poder evitar fijarme en otra de expresión retorcida, que me observaba. La miré. Nos contemplamos un rato y más tarde caminábamos juntos. Sus brazos eran delgados y creo que tenía muy malas pulgas además de treinta y muchos tacos en un cuerpo de adolescente con dos ojeras marrones. Caminamos por ahí durante unas dos horas, y a partir de entonces y hasta mucho después quise olvidar todo aquello que no la evocara, pues ninguna otra cosa merecería la pena aquella noche.
La recuerdo a mi derecha cruzando pasos de cebra, carteles pegados en las paredes, luminosos sobresaliendo de las calles. Recuerdo las manos en los bolsillos y conversaciones sobre hermanos y hermanas y alquileres y plazos de coche, y como enmarcado, conservo el momento en que la abracé para besarla, el preciso instante en el que rodeé su cintura.
Recuerdo cómo amaneció.
Desayunamos en un bar. Ella tortilla de patata y café. Yo, un bocadillo de jamón, una Coca cola y un botellín de agua. Entonces sentí que ya no podía más. El cansancio y la resaca me vencían. Ya me había expresado bastante aquella noche.
Salimos a la calle. Había un «pub» que abría a las seis de la mañana. Entramos. Había allí más idiotas y borrachos reunidos que en todo un campo de fútbol hasta los topes. Ella quería bailar. Maldición, yo nunca bailo. Sólo bebo, y si se tercia podría aporrear una eléctrica cantando temas de melenudos. Pero bailar... jamás.
Se puso a bailar. Todos aquellos orangutanes en celo empapados en alcohol, se percataron de que era preciosa. ¡Oh, Dios!... Nunca entendí cómo los cerdos adivinaban hermosura allá donde yo la veía; era como si yo mismo incorporase algo de puerco, acaso la nariz y el rabo, además de buen gusto y un corazoncito latiendo en mi pecho. A nadie amarga un dulce, ni siquiera a las alimañas, me dije estúpidamente para intentar justificarlos.
Pensé en beber algo, me sentía tímido, sin saber qué hacer con mis manos. Al rato, la rodeaban cuatro o cinco simios uniformados a la moda. Joder... no merece la pena tomar nada, ni siquiera continuar aquí, pensé. Me acerqué a ella. Sabía que de todos ellos, yo sería su príncipe azul.
—Me marcho, guapetona —le dije de sopetón. Me di la vuelta y salí de allí con rapidez, sabiendo que me seguiría.
Me mantuve lo suficientemente visible como para que se me viese a lo largo de la calle, caminando por mitad de su acera. Fueron unos minutos de emoción contenida, aguardando un grito que me llamara por mi nombre.
Ella me seguía de cerca. Poco a poco me alcanzaba. La esperaba con ansia y el recuerdo de aquella cintura delgada y bonita era todo cuanto había en mi cabeza. Una vez en el portal de casa, me giré a contemplarla. Era su última oportunidad.
La calle estaba desierta. Nadie me había seguido. Las calles, muy crueles, me gritaron entonces: «¡ESTÁS SOLO!»..., y pude oír su eco resonando entre las paredes, y me llevé las manos a la cabeza y cerré los ojos hasta que cesó el ruido.
Abrí la puerta del portal y corrí escaleras arriba.
4-La Maratón
El cielo era azulado y fúlgido.
Llevaba dos días corriendo y mis fuerzas flaqueaban. Venía realizando un esfuerzo prolongado y era consciente de que en cualquier momento podría derrumbarme. Sin embargo, a medida que intuía la proximidad de la meta, la ansiedad parecía desvanecerse y el esfuerzo mantenido perdía importancia, minimizándose hasta cero en el instante en el que traspasé aquella línea, trazada sobre la tierra batida. Uno de los coordinadores se acercó entonces:
—¡Bravo, muchacho! Has recorrido un largo camino, pero debes sobreponerte pues aún te separan unos kilómetros de la meta. ¡Una tontería comparado con lo que has dejado atrás!... ¡Ánimo valiente! —me elogió.
El público, todas aquellas siluetas inconcretas, aplaudían sin cesar, dedicándome elogios y elocuentes vítores. Sus gestos de ánimo erizaron mi vello, pero me encontraba exhausto. Mi cabeza rotaba ligera e involuntariamente frente a sus rostros, apenas nítidos entre la sombra del tumulto. Parpadeé inútilmente, intentando focalizar imágenes que se desvanecían.
Quise hacerme una idea aproximada de cuántas personas me rodeaban, girándome para estimar su número, aunque casi me desplomo al intentarlo. Me encontraba tan extenuado y confuso que apenas pude fijarme en un rostro concreto, acaso como si me encontrara inmerso en un delirio propiciado por las drogas. Finalmente no supe cuántos eran, y ni siquiera distinguía a las mujeres de los hombres.
Me ofrecieron una botella de la que sorbí un profundo y prolongado trago, tosiendo varias veces debido a un leve atragantamiento. Vertí el resto del líquido sobre mi cabeza, agitándola con espasmos. La multitud me aclamaba con fervor. Jadeé unos instantes, jurándome que llegaría hasta el final. Inspiré profundamente, levantando mi mano en un saludo a la agitada concurrencia. Troté una decena de veces sobre el firme bajo mis pies y salí corriendo poco a poco, poseído por el convencimiento de que lo lograría.
—¡Bravo! ¡Valiente!... —se escuchaba a lo lejos.
Tras el atardecer, me sorprendió la noche. Su tacto aportó frescura al paisaje, que se dibujaba tenue bajo el reflejo de la luna llena, insólitamente próxima al horizonte.
A la mañana siguiente vislumbré a lo lejos el cartel de meta. Poco después atravesé su línea y enseguida se acercó alguien a proveerme de líquido.
Todas aquellas personas deseaban saludarme. Algunos de ellos se estiraban hasta tocarme, por encima y entre los barrotes metálicos de las vallas que guarecían la meta.
—¡Ánimo! ¡Eres el mejor! Estamos contigo y sabemos lo que has sufrido... Hemos venido para hacerte saber que te queremos y te acompañamos, con el corazón y con todas nuestras fuerzas... aunque deberás realizar un último esfuerzo hasta alcanzar la meta —me comunicaron, intensificando el fragor de sus aplausos.
Era la segunda meta que pisaba, pero tampoco habría gloria esta vez. Sólo me quedaban la impotencia y el sudor de mi cuerpo. Aquello me propició una extraña calma, un desconocido instinto surgido de la escasez de fuerzas.
Permanecí de pie, pretendidamente expectante aunque aturdido. Deseaba terminar cuanto antes y retomé el trote, apartando a todos alrededor.
—¡Ánimo, muchacho!... —escuché a lo lejos. Mis pensamientos eran silenciosas lavadoras girando su colada.
Las horas transcurrían poco a poco. Miré a mi pecho y allí figuraba el número «1», blanco, impreso sobre la camiseta. Me pregunté dónde estarían el resto de competidores.
Recorrí paso a paso, un kilómetro tras otro. De nada serviría detenerse. Recuperar la marcha tras una parada parecía mucho peor que continuar adelante. Atravesé localidad tras localidad, imaginando que cada kilómetro, cada árbol, sería el último árbol.
Comencé a hablar solo. Recité todo cuanto pude recordar de memoria, dedicando improvisados pasajes a las cosas que iba dejando atrás. Horas más tarde enmudecí, quedando sumido en una especie de letargo mental, centrado en el rítmico sonido de mis zapatillas al trote.
Ocurrió al tercer día, recorriendo un estrecho camino empedrado y tras describir una amplia curva que rodeaba un montículo.
Vislumbré el cartel de meta. Al igual que las otras veces, todo lo que parecía absurdo adquiría importancia a medida que restaba metros a la línea de meta. La crucé tan abatido, que al derrumbarme susurraba extraños vocablos y sabias frases nunca escritas. Había una densa niebla dentro de mis ojos y todos los espectadores eran rubios y gritaban emocionados mi nombre.
—¡Felicidades! ¡Felicidades!... —repetían.
Dos fornidos espectadores me incorporaron, entretanto una hermosa joven me besaba con ardor. Un hombre con visera me aplicó en los labios el extremo de una goma elástica con un bote que sujetaba a lo alto, inclinando mi cabeza para hacerme beber.
—¡Bebe! ¡Coge algunas avellanas! ¡Las necesitarás!... Lo has hecho muy bien, aunque todavía te queda un tramo. ¡El último!
—¡Adelante, valiente! —corearon.
Reanudé la marcha, con un puñado de avellanas en una mano y un bote con líquido en la otra, abriéndome paso entre una maléfica bruma poblada de rostros, tal que cuervos gigantes y que sucios y manchados me sonreían al paso.
Llevaba dos días corriendo y mis fuerzas flaqueaban. Venía realizando un esfuerzo prolongado y era consciente de que en cualquier momento podría derrumbarme. Sin embargo, a medida que intuía la proximidad de la meta, la ansiedad parecía desvanecerse y el esfuerzo mantenido perdía importancia, minimizándose hasta cero en el instante en el que traspasé aquella línea, trazada sobre la tierra batida. Uno de los coordinadores se acercó entonces:
—¡Bravo, muchacho! Has recorrido un largo camino, pero debes sobreponerte pues aún te separan unos kilómetros de la meta. ¡Una tontería comparado con lo que has dejado atrás!... ¡Ánimo valiente! —me elogió.
El público, todas aquellas siluetas inconcretas, aplaudían sin cesar, dedicándome elogios y elocuentes vítores. Sus gestos de ánimo erizaron mi vello, pero me encontraba exhausto. Mi cabeza rotaba ligera e involuntariamente frente a sus rostros, apenas nítidos entre la sombra del tumulto. Parpadeé inútilmente, intentando focalizar imágenes que se desvanecían.
Quise hacerme una idea aproximada de cuántas personas me rodeaban, girándome para estimar su número, aunque casi me desplomo al intentarlo. Me encontraba tan extenuado y confuso que apenas pude fijarme en un rostro concreto, acaso como si me encontrara inmerso en un delirio propiciado por las drogas. Finalmente no supe cuántos eran, y ni siquiera distinguía a las mujeres de los hombres.
Me ofrecieron una botella de la que sorbí un profundo y prolongado trago, tosiendo varias veces debido a un leve atragantamiento. Vertí el resto del líquido sobre mi cabeza, agitándola con espasmos. La multitud me aclamaba con fervor. Jadeé unos instantes, jurándome que llegaría hasta el final. Inspiré profundamente, levantando mi mano en un saludo a la agitada concurrencia. Troté una decena de veces sobre el firme bajo mis pies y salí corriendo poco a poco, poseído por el convencimiento de que lo lograría.
—¡Bravo! ¡Valiente!... —se escuchaba a lo lejos.
Tras el atardecer, me sorprendió la noche. Su tacto aportó frescura al paisaje, que se dibujaba tenue bajo el reflejo de la luna llena, insólitamente próxima al horizonte.
A la mañana siguiente vislumbré a lo lejos el cartel de meta. Poco después atravesé su línea y enseguida se acercó alguien a proveerme de líquido.
Todas aquellas personas deseaban saludarme. Algunos de ellos se estiraban hasta tocarme, por encima y entre los barrotes metálicos de las vallas que guarecían la meta.
—¡Ánimo! ¡Eres el mejor! Estamos contigo y sabemos lo que has sufrido... Hemos venido para hacerte saber que te queremos y te acompañamos, con el corazón y con todas nuestras fuerzas... aunque deberás realizar un último esfuerzo hasta alcanzar la meta —me comunicaron, intensificando el fragor de sus aplausos.
Era la segunda meta que pisaba, pero tampoco habría gloria esta vez. Sólo me quedaban la impotencia y el sudor de mi cuerpo. Aquello me propició una extraña calma, un desconocido instinto surgido de la escasez de fuerzas.
Permanecí de pie, pretendidamente expectante aunque aturdido. Deseaba terminar cuanto antes y retomé el trote, apartando a todos alrededor.
—¡Ánimo, muchacho!... —escuché a lo lejos. Mis pensamientos eran silenciosas lavadoras girando su colada.
Las horas transcurrían poco a poco. Miré a mi pecho y allí figuraba el número «1», blanco, impreso sobre la camiseta. Me pregunté dónde estarían el resto de competidores.
Recorrí paso a paso, un kilómetro tras otro. De nada serviría detenerse. Recuperar la marcha tras una parada parecía mucho peor que continuar adelante. Atravesé localidad tras localidad, imaginando que cada kilómetro, cada árbol, sería el último árbol.
Comencé a hablar solo. Recité todo cuanto pude recordar de memoria, dedicando improvisados pasajes a las cosas que iba dejando atrás. Horas más tarde enmudecí, quedando sumido en una especie de letargo mental, centrado en el rítmico sonido de mis zapatillas al trote.
Ocurrió al tercer día, recorriendo un estrecho camino empedrado y tras describir una amplia curva que rodeaba un montículo.
Vislumbré el cartel de meta. Al igual que las otras veces, todo lo que parecía absurdo adquiría importancia a medida que restaba metros a la línea de meta. La crucé tan abatido, que al derrumbarme susurraba extraños vocablos y sabias frases nunca escritas. Había una densa niebla dentro de mis ojos y todos los espectadores eran rubios y gritaban emocionados mi nombre.
—¡Felicidades! ¡Felicidades!... —repetían.
Dos fornidos espectadores me incorporaron, entretanto una hermosa joven me besaba con ardor. Un hombre con visera me aplicó en los labios el extremo de una goma elástica con un bote que sujetaba a lo alto, inclinando mi cabeza para hacerme beber.
—¡Bebe! ¡Coge algunas avellanas! ¡Las necesitarás!... Lo has hecho muy bien, aunque todavía te queda un tramo. ¡El último!
—¡Adelante, valiente! —corearon.
Reanudé la marcha, con un puñado de avellanas en una mano y un bote con líquido en la otra, abriéndome paso entre una maléfica bruma poblada de rostros, tal que cuervos gigantes y que sucios y manchados me sonreían al paso.
Atentamente:
Rafael Moriel
Rafael Moriel