Cartas a mi Amiga Muerta, un libro de Rafael Moriel |
Ya está disponible el libro "Cartas a mi Amiga Muerta", impreso en papel y versión ebook a un precio muy económico.
Índice de Textos
A través de los siguientes enlaces es posible leer algunos textos contenidos en el libro «Cartas a mi Amiga Muerta»:
1-Primera Carta (Ansiedad, lluvia y ausencia de lluvia)
2-Carta Nº 15 (Enseguida Vamos Para el Pabellón)
3-Carta Nº 18 (Marian y yo)
1-Primera Carta (Ansiedad, lluvia y ausencia de lluvia)
2-Carta Nº 15 (Enseguida Vamos Para el Pabellón)
3-Carta Nº 18 (Marian y yo)
1-Primera Carta
PRIMERA CARTA
(Ansiedad, lluvia y ausencia de lluvia. 8 enero de 2005)
Finalmente lo hiciste. Ya no hay dolor.
Creo que a nosotros, los impacientes, a menudo nos invade la sensación de que las cosas tardan en llegar. Queremos un empleo adecuado a nuestra formación e intereses; una pareja estable, vivienda digna y un buen coche... Pero como te iba diciendo, lo queremos de un modo inminente, aquí y ahora. Y si el asunto se demora en el tiempo o depende de otras circunstancias, a menudo nos invade la aflicción.
El ansia es un bloqueo, un requisito insuperado que transcurre en la árida espera. Óscar Wilde, conocido escritor de origen irlandés, proclamaba la existencia de dos únicas grandes tragedias en la existencia humana: la primera resumiría todo lo experimentado en la carencia, y supone el tormento de no lograr un propósito. La segunda gran tragedia sería su antagónica, proclamando la consecución. Así, para un desempleado, su gran tragedia sería carecer de empleo. En caso contrario padecería de inestabilidad laboral, contratos basura, mobbing, mal ambiente laboral, sueldo insuficiente, acoso laboral, horas extra, viajes constantes, falta de expectativas, trabajo a turnos, estrés, etc.
Me pregunto si tiene más importancia decir la verdad o ser capaz de demostrarla. Pero, ¡qué feliz es la ignorancia! Las personas tropezamos más de dos veces con la misma piedra porque nos sentimos bien si dejamos de hacerlo. Quizá deba dar la razón a Óscar Wilde; puede incluso que una botella pueda verse medio vacía o medio llena, pero la verdad y la mentira están hechas de una misma cosa: palabras. Aunque, eso sí, las palabras tienen mucho poder. Decidiste no estar, terminar de una vez por todas: dos minutos y deseo concedido. Ya no hay tragedia alguna en tu existencia. Ni yo ni nadie, ni siquiera Óscar Wilde tiene algo que añadir.
Ignoro dónde te encuentras, si tienen sentido estas líneas con las que intento aplacarme, que te salieses con la tuya, que no sufras ni formes parte. Quisiera no equivocarme pensando que todo fue fruto de la enajenación mental y quizá no lo hubieras llevado a cabo después de las navidades. Me siento mejor pensando así.
Yo sigo aquí: te busco en los parques, allá donde aparecías, por si acaso no te has muerto y todo ha sido una broma. A menudo me invade la sensación de que te encontraré de nuevo; sucede paseando a la perra y comienza de un modo súbito y álgido que remite poco a poco, hasta desaparecer. Me cuesta admitir que jamás ocurrirá, confluir de nuevo y charlar de nuestras cosas, contarte mi vida y tú la tuya, ofrecerte un sabio consejo y regresar a casa con el efecto gratificante de que mi experiencia adquiere sentido.
¡Cómo recuerdo los días previos a tu fallecimiento! Por el día llovió, por la noche llovió, y en la madrugada, el sonido de la lluvia golpeando el hierro de los balcones me sorprendía expectante, aguardando un cambio en nuestras vidas.
Cesó la lluvia y la gente continúa cruzándose en destinos dispares, embebidos en sus quehaceres. La vida puede tratarse de todo cuanto transcurre entretanto hacemos planes, como afirmaba John Lennon.
Tu pérdida me ha hecho reflexionar acerca de la disparidad con la que las personas percibimos e interpretamos un mismo hecho. El Año Nuevo, normalmente rebosante de esperanza, recibido y celebrado con alegría, no significa lo mismo para todos. Encuentro una absoluta oposición entre el enfoque de quienes hacemos lo posible por pasar página y otros como tú, que aterrados y bloqueados no lo dejaron pasar.
A propósito de penas y tristezas, yo también tendría motivos para estar afligido durante las navidades. Pero gracias a ti conocí a Marian, y desde entonces su compañía y su amistad lo hacen todo más soportable.
La víspera de nochevieja, regresaba de pasear a Lola, y por alguna razón me sentía extrañamente gozoso. Tomé unos vinos por el barrio y cené un bocadillo en un bar. Poco después nos sorprendió la lluvia, que en otro momento me hubiera crispado. Pero me sentía a gusto, caminando en la noche, calándome bajo aquella lluvia tonta.
El Año Nuevo desperté sin resaca, junto a Marian. Nada más levantarnos bajamos a la perra y nos despedimos en las inmediaciones del jardín donde charlábamos, junto al garaje. Minutos antes, desnudos entre las sábanas, sonó el teléfono y era tu móvil. No cogimos, ni eras tú. Tampoco era una llamada de socorro, ni siquiera cortesía del Año Nuevo. Y en mitad de la tarde, tu nombre escrito y «ha muerto». Carente de sentido y sin punto final, formato SMS.
P.D.: finalmente, parece cierto que todo, a excepción de la muerte, puede tener solución.
(Ansiedad, lluvia y ausencia de lluvia. 8 enero de 2005)
Finalmente lo hiciste. Ya no hay dolor.
Creo que a nosotros, los impacientes, a menudo nos invade la sensación de que las cosas tardan en llegar. Queremos un empleo adecuado a nuestra formación e intereses; una pareja estable, vivienda digna y un buen coche... Pero como te iba diciendo, lo queremos de un modo inminente, aquí y ahora. Y si el asunto se demora en el tiempo o depende de otras circunstancias, a menudo nos invade la aflicción.
El ansia es un bloqueo, un requisito insuperado que transcurre en la árida espera. Óscar Wilde, conocido escritor de origen irlandés, proclamaba la existencia de dos únicas grandes tragedias en la existencia humana: la primera resumiría todo lo experimentado en la carencia, y supone el tormento de no lograr un propósito. La segunda gran tragedia sería su antagónica, proclamando la consecución. Así, para un desempleado, su gran tragedia sería carecer de empleo. En caso contrario padecería de inestabilidad laboral, contratos basura, mobbing, mal ambiente laboral, sueldo insuficiente, acoso laboral, horas extra, viajes constantes, falta de expectativas, trabajo a turnos, estrés, etc.
Me pregunto si tiene más importancia decir la verdad o ser capaz de demostrarla. Pero, ¡qué feliz es la ignorancia! Las personas tropezamos más de dos veces con la misma piedra porque nos sentimos bien si dejamos de hacerlo. Quizá deba dar la razón a Óscar Wilde; puede incluso que una botella pueda verse medio vacía o medio llena, pero la verdad y la mentira están hechas de una misma cosa: palabras. Aunque, eso sí, las palabras tienen mucho poder. Decidiste no estar, terminar de una vez por todas: dos minutos y deseo concedido. Ya no hay tragedia alguna en tu existencia. Ni yo ni nadie, ni siquiera Óscar Wilde tiene algo que añadir.
Ignoro dónde te encuentras, si tienen sentido estas líneas con las que intento aplacarme, que te salieses con la tuya, que no sufras ni formes parte. Quisiera no equivocarme pensando que todo fue fruto de la enajenación mental y quizá no lo hubieras llevado a cabo después de las navidades. Me siento mejor pensando así.
Yo sigo aquí: te busco en los parques, allá donde aparecías, por si acaso no te has muerto y todo ha sido una broma. A menudo me invade la sensación de que te encontraré de nuevo; sucede paseando a la perra y comienza de un modo súbito y álgido que remite poco a poco, hasta desaparecer. Me cuesta admitir que jamás ocurrirá, confluir de nuevo y charlar de nuestras cosas, contarte mi vida y tú la tuya, ofrecerte un sabio consejo y regresar a casa con el efecto gratificante de que mi experiencia adquiere sentido.
¡Cómo recuerdo los días previos a tu fallecimiento! Por el día llovió, por la noche llovió, y en la madrugada, el sonido de la lluvia golpeando el hierro de los balcones me sorprendía expectante, aguardando un cambio en nuestras vidas.
Cesó la lluvia y la gente continúa cruzándose en destinos dispares, embebidos en sus quehaceres. La vida puede tratarse de todo cuanto transcurre entretanto hacemos planes, como afirmaba John Lennon.
Tu pérdida me ha hecho reflexionar acerca de la disparidad con la que las personas percibimos e interpretamos un mismo hecho. El Año Nuevo, normalmente rebosante de esperanza, recibido y celebrado con alegría, no significa lo mismo para todos. Encuentro una absoluta oposición entre el enfoque de quienes hacemos lo posible por pasar página y otros como tú, que aterrados y bloqueados no lo dejaron pasar.
A propósito de penas y tristezas, yo también tendría motivos para estar afligido durante las navidades. Pero gracias a ti conocí a Marian, y desde entonces su compañía y su amistad lo hacen todo más soportable.
La víspera de nochevieja, regresaba de pasear a Lola, y por alguna razón me sentía extrañamente gozoso. Tomé unos vinos por el barrio y cené un bocadillo en un bar. Poco después nos sorprendió la lluvia, que en otro momento me hubiera crispado. Pero me sentía a gusto, caminando en la noche, calándome bajo aquella lluvia tonta.
El Año Nuevo desperté sin resaca, junto a Marian. Nada más levantarnos bajamos a la perra y nos despedimos en las inmediaciones del jardín donde charlábamos, junto al garaje. Minutos antes, desnudos entre las sábanas, sonó el teléfono y era tu móvil. No cogimos, ni eras tú. Tampoco era una llamada de socorro, ni siquiera cortesía del Año Nuevo. Y en mitad de la tarde, tu nombre escrito y «ha muerto». Carente de sentido y sin punto final, formato SMS.
P.D.: finalmente, parece cierto que todo, a excepción de la muerte, puede tener solución.
2-Carta Nº 15
CARTA Nº 15
(Enseguida vamos para el pabellón. 25 de mayo de 2005)
Hace un día de muerte en lo que al calor se refiere.
He salido del trabajo a la una y media y al regreso de mi paseo con Lola, el sol achicharraba tanto que directamente me he metido en un bar, a comer un menú. Se hace pesado cocinar con galbana, aunque también es cierto que me encuentro decaído desde hace unos días. Me aterra echar un vistazo al futuro, con un empleo tan inestable a mis treinta y siete años de edad, enviando curriculums a diario precisamente cuando ya empiezas a no interesar a las empresas, y los pocos trabajos para los que te solicitan son como batallas perdidas, verdaderos «muertos» gestionados a través de subcontratas inestables, la mayoría de las veces, con demandas de personal tan cualificado como indigno de sueldo. Y luego está lo de los sentimientos, sobrevivir sin alguien a mi lado.
Mientras tanto, tú ya no te estás aquí. Te fuiste de aquel modo, en apenas un minuto, quedando liberada de rendir cuentas. Pero para mí no es tan fácil; yo debo despertar cada mañana y nada más abrir los ojos respiro la inestabilidad que me rodea. Después me levanto, desayuno, paseo a la perra y acudo a mi empleo como formador ocupacional, donde dirijo a un grupo de quince desempleados, de ocho a una y media de la mañana. Ilusionado y contento, aunque apesadumbrado a causa de la temporalidad de mis contratos.
Sentado en una mesa del bar, devoro un plato combinado número cincuenta y uno, con una Coca Cola y un solo hielo. Raquel y Lola, mis vecinas, están sentadas en la terraza exterior, tomando unas cañas de cerveza. Lola se ha acercado hasta el mostrador, a por la carta. Creo que ellas también han acusado el golpe de calor y en este momento se enfrentan a un plato de jamón. Justo enfrente, un muchacho avispado habla por teléfono:
«Enseguida vamos para el pabellón»... «¡Enseguida vamos para el pabellón!», exclama. El chico acompaña a otro tío mayor y ambos visten niquis de «Lacoste», pero sin el cocodrilo. Niquis para levantar pabellones.
El muchacho fumarrea, tomando café. Parece muy seguro de sí mismo e irradia vitalidad y convicción, allá sentado con su taza de café en la mano y el móvil, los cigarrillos sobre la mesa frente a su compañero, levantando pabellones. Un mechón de cabello le cae sobre el rostro.
Estar vivo supone tomar café en el bar de la esquina, encendiendo cigarrillos y chupando caladas. «¡ENSEGUIDA VAMOS PARA EL PABELLÓN!». Estar vivo significa trabajar para ganar dinero y comprar un coche para acudir al trabajo, una vivienda en la que refugiarse y descansar del esfuerzo diario; desayunar, comer y cenar a la hora prevista y no quedarse viendo televisión por la noche. Estar vivo supone pagar las facturas de la hipoteca, el teléfono y el agua caliente, la electricidad, el seguro del coche y los impuestos del ayuntamiento, la cuota de la comunidad de vecinos y el seguro de la vivienda. Estar vivo significa cenar por ahí los fines de semana y ahorrar algo de dinero para irse de vacaciones o simplemente amueblar y decorar la casa. Estar vivo es hacer la compra, normalmente con prisa, y ducharse y afeitarse para tener buen aspecto en el trabajo. Estar vivo significa comer bocadillos y menús baratos en el bar de la esquina, entretanto un muchacho vocifera: «¡enseguida vamos para el pabellón!».
Estoy sentado en la última mesa, al fondo del bar, bajo el televisor. Me siento un privilegiado en mi rincón, caprichoso, interpretando nimiedades y miserias de la clientela, sentado frente a mi plato combinado, vinagre y aceite y una cestita con trozos de pan, un mantelito rojo y un servilletero de propaganda. Mi perrita Lola me observa contemplar a la concurrencia, «levantando pabellones».
En cuanto acabe, debo llenar los armarios de la cocina y el frigorífico. Me imagino caminando por los pasillos del hipermercado, con una música insulsa y estéril de fondo, tomando una cosa de aquí y otra de allá, que iré ordenando en el carro de la compra. La vida es levantarse por las mañanas, acudir al trabajo y regresar a casa para comer; comprar lechugas y yogures, barras de pan y cerezas, la misma historia de lunes a viernes. Yo me llamo Rafa y me levanto por las mañanas; tú dejaste de hacerlo hace algún tiempo y aunque no tenga derecho a replicarte, me siento decaído y me molesta la almorrana; he dejado de fumar y tampoco me gusta lo que veo.
«ENSEGUIDA VAMOS PARA EL PABELLÓN», tomando café con un mechón de cabello sobre el rostro, repitiéndolo una y otra vez, en voz alta y sin vergüenza alguna.
P.D.: creo que debería aprovechar mejor los fines de semana y el tiempo libre. Acaso como si el precio de cada hora fuera comparable al de una vida repleta de experiencia. La buena compañía también importa.
No sé nada de Marian. Procuro no pensar en ella para no sufrir.
(Enseguida vamos para el pabellón. 25 de mayo de 2005)
Hace un día de muerte en lo que al calor se refiere.
He salido del trabajo a la una y media y al regreso de mi paseo con Lola, el sol achicharraba tanto que directamente me he metido en un bar, a comer un menú. Se hace pesado cocinar con galbana, aunque también es cierto que me encuentro decaído desde hace unos días. Me aterra echar un vistazo al futuro, con un empleo tan inestable a mis treinta y siete años de edad, enviando curriculums a diario precisamente cuando ya empiezas a no interesar a las empresas, y los pocos trabajos para los que te solicitan son como batallas perdidas, verdaderos «muertos» gestionados a través de subcontratas inestables, la mayoría de las veces, con demandas de personal tan cualificado como indigno de sueldo. Y luego está lo de los sentimientos, sobrevivir sin alguien a mi lado.
Mientras tanto, tú ya no te estás aquí. Te fuiste de aquel modo, en apenas un minuto, quedando liberada de rendir cuentas. Pero para mí no es tan fácil; yo debo despertar cada mañana y nada más abrir los ojos respiro la inestabilidad que me rodea. Después me levanto, desayuno, paseo a la perra y acudo a mi empleo como formador ocupacional, donde dirijo a un grupo de quince desempleados, de ocho a una y media de la mañana. Ilusionado y contento, aunque apesadumbrado a causa de la temporalidad de mis contratos.
Sentado en una mesa del bar, devoro un plato combinado número cincuenta y uno, con una Coca Cola y un solo hielo. Raquel y Lola, mis vecinas, están sentadas en la terraza exterior, tomando unas cañas de cerveza. Lola se ha acercado hasta el mostrador, a por la carta. Creo que ellas también han acusado el golpe de calor y en este momento se enfrentan a un plato de jamón. Justo enfrente, un muchacho avispado habla por teléfono:
«Enseguida vamos para el pabellón»... «¡Enseguida vamos para el pabellón!», exclama. El chico acompaña a otro tío mayor y ambos visten niquis de «Lacoste», pero sin el cocodrilo. Niquis para levantar pabellones.
El muchacho fumarrea, tomando café. Parece muy seguro de sí mismo e irradia vitalidad y convicción, allá sentado con su taza de café en la mano y el móvil, los cigarrillos sobre la mesa frente a su compañero, levantando pabellones. Un mechón de cabello le cae sobre el rostro.
Estar vivo supone tomar café en el bar de la esquina, encendiendo cigarrillos y chupando caladas. «¡ENSEGUIDA VAMOS PARA EL PABELLÓN!». Estar vivo significa trabajar para ganar dinero y comprar un coche para acudir al trabajo, una vivienda en la que refugiarse y descansar del esfuerzo diario; desayunar, comer y cenar a la hora prevista y no quedarse viendo televisión por la noche. Estar vivo supone pagar las facturas de la hipoteca, el teléfono y el agua caliente, la electricidad, el seguro del coche y los impuestos del ayuntamiento, la cuota de la comunidad de vecinos y el seguro de la vivienda. Estar vivo significa cenar por ahí los fines de semana y ahorrar algo de dinero para irse de vacaciones o simplemente amueblar y decorar la casa. Estar vivo es hacer la compra, normalmente con prisa, y ducharse y afeitarse para tener buen aspecto en el trabajo. Estar vivo significa comer bocadillos y menús baratos en el bar de la esquina, entretanto un muchacho vocifera: «¡enseguida vamos para el pabellón!».
Estoy sentado en la última mesa, al fondo del bar, bajo el televisor. Me siento un privilegiado en mi rincón, caprichoso, interpretando nimiedades y miserias de la clientela, sentado frente a mi plato combinado, vinagre y aceite y una cestita con trozos de pan, un mantelito rojo y un servilletero de propaganda. Mi perrita Lola me observa contemplar a la concurrencia, «levantando pabellones».
En cuanto acabe, debo llenar los armarios de la cocina y el frigorífico. Me imagino caminando por los pasillos del hipermercado, con una música insulsa y estéril de fondo, tomando una cosa de aquí y otra de allá, que iré ordenando en el carro de la compra. La vida es levantarse por las mañanas, acudir al trabajo y regresar a casa para comer; comprar lechugas y yogures, barras de pan y cerezas, la misma historia de lunes a viernes. Yo me llamo Rafa y me levanto por las mañanas; tú dejaste de hacerlo hace algún tiempo y aunque no tenga derecho a replicarte, me siento decaído y me molesta la almorrana; he dejado de fumar y tampoco me gusta lo que veo.
«ENSEGUIDA VAMOS PARA EL PABELLÓN», tomando café con un mechón de cabello sobre el rostro, repitiéndolo una y otra vez, en voz alta y sin vergüenza alguna.
P.D.: creo que debería aprovechar mejor los fines de semana y el tiempo libre. Acaso como si el precio de cada hora fuera comparable al de una vida repleta de experiencia. La buena compañía también importa.
No sé nada de Marian. Procuro no pensar en ella para no sufrir.
3-Carta Nº 18
CARTA Nº 18
(Marian y yo. 21 de julio de 2005)
Marian ha dormido aquí esta noche. Como viene ocurriendo cada vez que se queda en casa, apenas hemos dormido. Lo cierto es que últimamente dormimos algunas horas, pero cuando nos conocimos nos pasábamos las noches enteras charlando sin parar, y por supuesto sin pegar ojo.
Lo pasamos muy bien charlando, a los dos nos gusta hacerlo y no tenemos ningún problema entretanto estamos en ello, pero al día siguiente no se ve con los mismos ojos. La verdad es que estando juntos nos resulta fácil conversar, sobre cualquier cosa y acerca de nada en particular. Cuando dormimos en mi casa, normalmente salimos a cenar por ahí: a un restaurante chino o un italiano, en cualquiera de los bares del barrio o acaso algo de comida turca; sobre todo kebaps, que nos encantan. Creo que el sentido del gusto es una de las escasas dotes que pueden ser redirigidas y educadas. De apenas una decena de platos que habitualmente conformaban mis menús, el abanico de posibilidades se ha extendido de tal modo que incluso invierto mi tiempo libre cocinando, y disfruto con ello. Envejecer supone una especie de extraño desengaño que transcurre por practicar menos sexo y zampar más. Engordamos y nuestro cuerpo se transforma, irremediablemente. La gente camina por las calles con sus carnes a cuestas; el transcurso del tiempo quizá mermó su orgullo, aunque parecen algo más felices con la calma que los años otorgan.
Como te contaba, nos ponemos bastante pepones. Nos gusta el vino tinto y soplamos lo suficiente, la verdad. Después solemos ir de copas por la «avenida» y la verdad es que acabamos quedándonos solos en los bares, hasta que nos vamos por vergüenza o nos echan para cerrar. Acostados, suena la música a volumen bajito; y charlamos... El disco finaliza y repetimos, e incluso nos levantamos a por más música. Yo suelo dar la voz de alarma cuando se hace muy tarde, aunque Marian siempre consigue quitarle importancia al asunto, y es así como viene sucediendo.
A decir verdad, creo que tengo problemas cuando duermo acompañado. Acostumbro a dormir boca arriba y con Marian no es fácil mantener la postura, pues tiene tendencia a invadir mi lado de la cama. Marian es una mujer posesiva y con un carácter muy fuerte; no te diré más, que cuando comenzamos a salir solía quitarme el sitio de la cama, el derecho. Por lo visto también es su lado, pero ella dice que desea estar en mi lado porque es mío, precisamente para tenerme más presente o algo así.
A pesar de nuestras charlas hasta el amanecer, Marian madruga temprano para trabajar. Yo sería incapaz de trabajar sin apenas haber dormido; pero ella es una mujer muy especial. Marian es más fuerte que yo y siempre acaba convenciéndome de que merece la pena disfrutar el momento, a pesar de todo. Aunque ciertamente ninguno de los dos opinamos lo mismo un rato después, cuando suena el despertador y nos ponemos en pie, precisamente cuando se agotó la charla y ya dormíamos un poco.
Anoche tuvimos dos momentos especialmente tiernos. El primero de ellos sucedió durante una extensa charla. Hubo un instante en el que sentí cómo Marian sollozaba y al preguntarle por qué lo hacía, respondió que era a causa de tu recuerdo, pues le apetecía contarte cosas acerca de ella, de mí y de lo nuestro, y tú no estabas. Fue entonces cuando le recordé que era posible comunicarse contigo y yo lo hacía a través de estas cartas.
El segundo instante sucedió entretanto salía de la ducha. Yo la envolví con una toalla y le dije: «ven aquí, mi niña... ». Ella sollozó y fue entonces cuando adiviné algo hermoso y magnífico: Marian, con su cabello mojado, morena y desnuda, pecosa, refugiándose en mi toalla, era una niña friolera a la que yo secaba. Sus ojos se entrecerraron buscando cariño.
De entre toda reminiscencia almacenada en mi memoria, la vida entera a través de un instante, cuando mi vida se extinga recordaré su rostro sonriente con los ojitos cerrados y el cabello mojado ondulado en la frente. Será un grato recuerdo por el que mereció la pena vivir; secar a la niña que Marian fue, con una toalla blanca. Otorgarle mi cariño y protección.
Ojalá estuvieras aquí, te asomaras por un agujero y fueras testigo de lo que nos une. Pronto va a cumplirse un año desde que nos conociéramos, gracias a ti. Lejos de separarnos, lo que nos une parece reforzarse día tras día. No perdimos demasiado el apetito ni sentimos mariposas en el estómago; sólo al principio percibí algo parecido, pero duró poco. Los dos somos algo mayorcitos y creo que Marian estará de acuerdo conmigo, a pesar de que afirma sentir más por mí que yo por ella. Pero lo cierto es que yo he caminado más despacio; en mi anterior relación estuve tan enamorado, ciego y enganchado... que no deseo repetir. Ella estuvo casada, e incluso engendró dos hijos. Teniendo todo cuanto pudiera tenerse en nuestras anteriores relaciones, ambas fracasaron. Pero las teorías no sirven en el juego del amor, donde lo irracional resulta válido. Por eso creo que puede ser bueno iniciar una relación sin demasiada intensidad inicial, de un modo más lento pero más seguro y real.
P.D.: desaparecieron las margaritas. Operarios de verde las sesgaron con sus máquinas; el mes de julio hizo el resto. «Viveros Perica», figura impreso en sus camisetas.
Lo que antaño conformara un manto de hermosas florecillas, es hoy sequía que puebla las medianas al crujir del paso.
(Marian y yo. 21 de julio de 2005)
Marian ha dormido aquí esta noche. Como viene ocurriendo cada vez que se queda en casa, apenas hemos dormido. Lo cierto es que últimamente dormimos algunas horas, pero cuando nos conocimos nos pasábamos las noches enteras charlando sin parar, y por supuesto sin pegar ojo.
Lo pasamos muy bien charlando, a los dos nos gusta hacerlo y no tenemos ningún problema entretanto estamos en ello, pero al día siguiente no se ve con los mismos ojos. La verdad es que estando juntos nos resulta fácil conversar, sobre cualquier cosa y acerca de nada en particular. Cuando dormimos en mi casa, normalmente salimos a cenar por ahí: a un restaurante chino o un italiano, en cualquiera de los bares del barrio o acaso algo de comida turca; sobre todo kebaps, que nos encantan. Creo que el sentido del gusto es una de las escasas dotes que pueden ser redirigidas y educadas. De apenas una decena de platos que habitualmente conformaban mis menús, el abanico de posibilidades se ha extendido de tal modo que incluso invierto mi tiempo libre cocinando, y disfruto con ello. Envejecer supone una especie de extraño desengaño que transcurre por practicar menos sexo y zampar más. Engordamos y nuestro cuerpo se transforma, irremediablemente. La gente camina por las calles con sus carnes a cuestas; el transcurso del tiempo quizá mermó su orgullo, aunque parecen algo más felices con la calma que los años otorgan.
Como te contaba, nos ponemos bastante pepones. Nos gusta el vino tinto y soplamos lo suficiente, la verdad. Después solemos ir de copas por la «avenida» y la verdad es que acabamos quedándonos solos en los bares, hasta que nos vamos por vergüenza o nos echan para cerrar. Acostados, suena la música a volumen bajito; y charlamos... El disco finaliza y repetimos, e incluso nos levantamos a por más música. Yo suelo dar la voz de alarma cuando se hace muy tarde, aunque Marian siempre consigue quitarle importancia al asunto, y es así como viene sucediendo.
A decir verdad, creo que tengo problemas cuando duermo acompañado. Acostumbro a dormir boca arriba y con Marian no es fácil mantener la postura, pues tiene tendencia a invadir mi lado de la cama. Marian es una mujer posesiva y con un carácter muy fuerte; no te diré más, que cuando comenzamos a salir solía quitarme el sitio de la cama, el derecho. Por lo visto también es su lado, pero ella dice que desea estar en mi lado porque es mío, precisamente para tenerme más presente o algo así.
A pesar de nuestras charlas hasta el amanecer, Marian madruga temprano para trabajar. Yo sería incapaz de trabajar sin apenas haber dormido; pero ella es una mujer muy especial. Marian es más fuerte que yo y siempre acaba convenciéndome de que merece la pena disfrutar el momento, a pesar de todo. Aunque ciertamente ninguno de los dos opinamos lo mismo un rato después, cuando suena el despertador y nos ponemos en pie, precisamente cuando se agotó la charla y ya dormíamos un poco.
Anoche tuvimos dos momentos especialmente tiernos. El primero de ellos sucedió durante una extensa charla. Hubo un instante en el que sentí cómo Marian sollozaba y al preguntarle por qué lo hacía, respondió que era a causa de tu recuerdo, pues le apetecía contarte cosas acerca de ella, de mí y de lo nuestro, y tú no estabas. Fue entonces cuando le recordé que era posible comunicarse contigo y yo lo hacía a través de estas cartas.
El segundo instante sucedió entretanto salía de la ducha. Yo la envolví con una toalla y le dije: «ven aquí, mi niña... ». Ella sollozó y fue entonces cuando adiviné algo hermoso y magnífico: Marian, con su cabello mojado, morena y desnuda, pecosa, refugiándose en mi toalla, era una niña friolera a la que yo secaba. Sus ojos se entrecerraron buscando cariño.
De entre toda reminiscencia almacenada en mi memoria, la vida entera a través de un instante, cuando mi vida se extinga recordaré su rostro sonriente con los ojitos cerrados y el cabello mojado ondulado en la frente. Será un grato recuerdo por el que mereció la pena vivir; secar a la niña que Marian fue, con una toalla blanca. Otorgarle mi cariño y protección.
Ojalá estuvieras aquí, te asomaras por un agujero y fueras testigo de lo que nos une. Pronto va a cumplirse un año desde que nos conociéramos, gracias a ti. Lejos de separarnos, lo que nos une parece reforzarse día tras día. No perdimos demasiado el apetito ni sentimos mariposas en el estómago; sólo al principio percibí algo parecido, pero duró poco. Los dos somos algo mayorcitos y creo que Marian estará de acuerdo conmigo, a pesar de que afirma sentir más por mí que yo por ella. Pero lo cierto es que yo he caminado más despacio; en mi anterior relación estuve tan enamorado, ciego y enganchado... que no deseo repetir. Ella estuvo casada, e incluso engendró dos hijos. Teniendo todo cuanto pudiera tenerse en nuestras anteriores relaciones, ambas fracasaron. Pero las teorías no sirven en el juego del amor, donde lo irracional resulta válido. Por eso creo que puede ser bueno iniciar una relación sin demasiada intensidad inicial, de un modo más lento pero más seguro y real.
P.D.: desaparecieron las margaritas. Operarios de verde las sesgaron con sus máquinas; el mes de julio hizo el resto. «Viveros Perica», figura impreso en sus camisetas.
Lo que antaño conformara un manto de hermosas florecillas, es hoy sequía que puebla las medianas al crujir del paso.
Atentamente:
Rafael Moriel
Rafael Moriel